En una novela de Juan José Saer de 1983, El entenado , un joven sobreviviente de una expedición exploradora cuenta en clave de ficción la escena primordial de nuestra cultura, en la que una tribu de caníbales masacra y devora ante sus ojos a un grupo de conquistadores españoles recién llegados a las costas americanas: “Tierra es ésta sin… –eso fue exactamente lo que dijo el capitán cuando la flecha le atravesó la garganta”.
El flechazo salido de la nada no pudo haber sido más oportuno, porque interrumpe el tipo de frases que fundaron los paisajes desiertos en América: enunciados salidos de gargantas imperiales que, en vez de dedicarse a nombrar lo que había, despliegan en el orden de la palabra y la imaginación todo lo que esta tierra en los confines de la civilización europea no tiene, traducido como falta: la llanura es un paisaje desierto, una naturaleza desnuda y crispada sin árboles, sin cultivos, sin montañas, sin límites naturales, sin habitantes, sin viviendas, sin espíritu de progreso, sin vías de comunicación, sin instituciones, sin leyes, sin sentido de la autoridad, sin tradiciones, sin historia.
Botín territorial y textual que el Estado y la literatura argentina no han dejado de repartirse desde su fundación, el desierto fue el presupuesto vacío sobre el que se inventa y reinventa lo argentino. Se trata de un espacio político más que geográfico, afuera del campo de la representación, ondulando en los sueños de una sociedad capitalista en expansión, como un espejismo capaz de atrapar la imaginación al evocar, en negativo, la plenitud ausente de un estado-nación por venir. Sarmiento, sin ir más lejos, describió en Facundoun desierto que no conocía más que por libros de viajeros, novelas de Fenimore Cooper y relatos de arrieros. El hecho de que bandas de jinetes nómades, indios, gauchos solitarios, partidas de soldados, desertores, arrieros, caravanas de carretas, viajeros criollos y europeos, pulperos, estancieros y peones poblaran la llanura con sus idas y vueltas, no fue suficiente para romper el desierto teórico formado en el cruce de discursos científicos, políticos y económicos. Lejos de quedar comprometido, el desierto fue estetizado y puesto a punto por las prácticas de vacío de una economía de mercado que vive de realizar sus excedentes y que, con eje en las grandes ciudades, propagó la escasez y la carencia por una llanura estéticamente sublime no privatizada hasta 1880, cuando Julio A. Roca barrió del mapa a las tribus nómadas que controlaban el territorio.
La expedición de Roca –razzia policial más que campaña militar– puso la llanura a disposición de la explotación agropecuaria, allanando el terreno de obstáculos para que el libre juego de las fuerzas económicas produjera el ansiado salto modernizador de fin de siglo que haría ingresar al país al orden económico mundial como exportador de materias primas.
El desierto del mercado
Hacia 1880, la exploración del territorio, sumada a la aplicación de las nuevas técnicas de representación del suelo, descorren el velo del desierto y reordenan el campo de lo visible, haciendo ver un espacio fértil apto para la colonización y el cultivo.
Comenzaba el armado de la pampa agrícola-ganadera, un territorio rural diseñado por la oligarquía ganadera, abierto a los capitales extranjeros. Pero el campo sería argentino, según una suerte de inflación interpretativa que vuelve al desierto en busca de un pasado rural puro, no tocado por la modernización, donde el desierto y el gaucho que lo había conquistado pasan a nombrar en las décadas siguientes la esencia espiritual de la nación.
Alambrado, cultivado y atravesado por ferrocarriles ingleses, el suelo argentino es la sepultura del gaucho –describe Leopoldo Lugones hacia 1913. Resto precapitalista que había que eliminar como condición de la modernización económica, el gaucho, hasta ayer enemigo del estado liberal, retornará en la imaginación pública separado de su alguna vez indómito cuerpo viviente, convertido en esencia de lo argentino.
(En cuanto a los indios, ni siquiera merecieron sepultura).
Elegías como la de Lugones al gaucho fueron necesarias porque la conquista económica de la llanura no rompió el desierto. Después de haber fracturado el paisaje económico y social, el mercado, por su cuenta, era incapaz de crear esas totalidades imaginadas que son las comunidades nacionales, espacios de identificación que dotan a los individuos de un sentido de pertenencia.
Una novela de Eugenio Cambaceres, Sin rumbo , publicada en 1885, poco después de la campaña de Roca, explora lo que ocurre cuando una sociedad queda librada exclusivamente a las fuerzas del mercado.
Estamos frente a un nuevo paisaje, en la perspectiva de Andrés, el heredero de una enorme extensión de campos civilizados y rentables que se entregan mansamente a su mirada de propietario. Andrés deja vagar su mirada “perdida en el espacio” –un espacio monótono, exclusivamente económico, que le pertenece naturalmente y al que Andrés, desde los interiores del chateau de su estancia, mira con indiferencia.
La novela narra el fracaso de un personaje privatizado, aislado y solitario para construirse una vida interior.
Perdido en una sucesión de placeres momentáneos que lo hunden en la saciedad, la frustración y el desencanto, Andrés es un dandy presa del tedio y del spleen , la enfermedad europea del fin de siglo aclimatada a la estancia. Andrés es un ejemplo de lo que una sociedad, bajo las condiciones económicas concretas del capitalismo salvaje, hace de los individuos –seres vulnerables e inestables que compiten entre sí por bienes codiciados por todos, criaturas educadas en el tener y el consumir individualmente, reducidas a la impotencia individual y al desencanto en un espacio económico donde sólo sobreviven los más fuertes.
En una explosión incontenible, Andrés se suicida desgarrándose brutalmente el abdomen con un cuchillo de caza. El desierto había tomado su vida como una fuerza de despersonalización creciendo por sus entrañas. No hay salvación individual en el ámbito de lo privado: por todos lados, el fracaso, la intrascendencia, la falta de sentido, la soberanía de la muerte, el desierto del mercado.
La pastoral de la globalización
En las décadas de la desnacionalización neoliberal, la literatura volvió al desierto, aliada de sus flujos de intensidades nómades que invaden la representación y desorganizan las jerarquías, los contornos, los límites de una Argentina que, hacia 2001, parecía haber terminado.
Novelas como Las nubes o La ocasión , de Juan José Saer, La liebre o Un episodio en la vida del pintor viajero , de César Aira, y, más recientemente, Blanco nocturno , de Ricardo Piglia, ponen en escena un mundo desterritorializado, liberando todo aquello que no se deja domesticar o alcanzar porque pone en peligro el precario equilibrio de lo socialmente representable.
Pero el gran texto de este período es probablemente El desperdicio (2007), de Matilde Sánchez. La novela narra la historia de Elena Arteche, una suerte de Alicia en el País de las Maravillas, joven promesa de la crítica literaria con mucho de dandy, que hacia 1990 vuelve de la ciudad al campo a salvar la estancia familiar de la crisis como quien se arroja al pozo de un mundo desconocido.
Pero el mundo al que regresa Elena no es el campo de lo sublime patrio –esa segunda naturaleza en la que habita imaginariamente una clase que se identifica a sí misma con lo argentino–, sino un mundo rural en regresión que sólo por inercia u obediencia a las imágenes y sentidos que nos constituyen, seguimos llamando “el campo”.
Estamos de vuelta en un desierto que se derrama de la ciudad a la periferia, en un país en perpetuo derrumbamiento donde las fuentes del sentido de lo argentino parecen haberse agotado. El país se estaba hundiendo: las napas subterráneas suben hasta la superficie e inundan los campos. Simultáneamente, mutaciones y manipulaciones genéticas y ecológicas de animales y cultivos están transformando la naturaleza de la producción.
Lo que pronto va a ser el boom de la soja comienza a redibujar el paisaje agrícola, atravesado furtivamente por liebres, liebreros y linyeras rurales. Simbologías remotas (las “fuerzas telúricas” de Martínez Estrada) vienen en ayuda de nuevas formas de explotación y de gerenciamiento de la tierra. Brotes de soja y de nacionalismo reaccionario emergen del suelo y al costado de las rutas, en el nuevo paisaje técnico y social de esta suerte de neopastoral de la globalización en la que tribus de jóvenes liebreros y cirujas rurales corren literalmente la liebre, el nuevo ganado argentino.
Síntoma de un tejido social y simbólico en descomposición, la explotación de la liebre es una suerte de parodia espontánea de la Argentina ganadera. Entre campos convertidos en una enorme aceitera explotada por pooles multinacionales de siembra y exportación de soja que desplazan de sus campos a los pequeños agricultores, la caza de la liebre se convierte en el último recurso de una vasta población de desocupados rurales, a punto de perderse en el espacio amorfo del desclasamiento y el abandono absolutos. Son la mano de obra informal del mercado global, vidas precarizadas, corriendo la liebre a la intemperie del amparo y el control de un Estado en crisis que les retiró su protección y sus mecanismos de reconocimiento. Son los sin-Estado del neoliberalismo, una población supernumeraria habitando en los nuevos blancos en los mapas, zonas no cartografiadas donde vegetan los modernos Homo sacer , los muertos-vivos del capitalismo global, nueva línea de frontera de un nuevo antagonismo.
Frente a un paisaje abandonado a las fuerzas regresivas del mercado, que siguen llamando a la puerta, la nueva naturaleza capitalista está más en contradicción que nunca con las nostálgicas imágenes del campo que todavía hechizan nuestra imaginación social. Pero los poderes que alimentan estos sueños –un mundo repleto de vidas que no se identifican con el mercado, libre de necesidades y de toda sujeción a la autoridad– son los mismos que impiden su realización. Hay que volver al desierto para despertar de estas imágenes, en torno a las cuales se hace, se deshace y se rehace el sentido vacío de lo argentino.
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