En junio de 1991 — y en Primer Plano, el entonces suplemento literario de Página/12 — Ricardo Piglia publica por primera vez un relato que, con pocas variaciones, fue reeditando en diferentes oportunidades a lo largo de casi diez años — su última aparición fue en Formas breves , de 1999 —. Se trata de “Arlt: un cadáver sobre la ciudad”, en el que Piglia describe unas fotos del velorio de Roberto Arlt donde su féretro se muestra colgado en el aire con sogas, y suspendido sobre la ciudad. Era el 26 de julio de 1942; en esa imagen del féretro sacado por una ventana y suspendido sobre Buenos Aires, Piglia lee el lugar de Arlt en la narrativa argentina. No importa si esa escena es verdadera — y me inclino a pensar que no lo es, pues Arlt fue velado en la casa del Círculo de la Prensa —; tampoco importa si las fotos existieron o no. Lo que importa de ese relato — de allí su recurrencia, y su genialidad — es que Piglia le construye un desenlace alegórico a una vida que, precisamente, hizo de su propio comienzo, y a través de la reiterada reflexión sobre el nombre propio, una fábula de origen y una alegoría sobre su incómodo lugar de enunciación en la literatura argentina.
Es bastante citada por la crítica literaria una aguafuerte porteña titulada “Yo no tengo la culpa”, publicada en el diario El Mundo el 6 de marzo de 1929, en la que Arlt –por entonces un joven periodista de origen inmigratorio, sin más antecedentes literarios que una primera novela y un puñado de crónicas periodísticas–, reflexiona sobre las dificultades de acceso al mundo de la literatura por parte de aquellos que, como él, no tienen como credenciales de ingreso ni un pasado nacional ni una tradición familiar. Y lo hace a través del cuestionamiento de su apellido, de esas “inexpresivas cuatro letras”, difíciles de pronunciar y vaciadas de toda legitimación social. Si Arlt recuerda que “¿cómo se escribe ‘eso’?” le preguntaban a su madre cuando lo inscribía en una escuela, o “¿cómo se pronuncia ‘eso’?” reproducía horas más tarde el maestro en el aula, ya periodista las preguntas sobre esa “vocal y tres consonantes” se reiteran y diversifican: “¿ese Arlt no es un seudónimo?”, preguntarán algunos; “ya sé quién es usted a través de su Arlt”, afirmarán otros.
No obstante, los juegos sobre su nombre propio habían comenzado mucho antes, y críticos y biógrafos nos hemos preguntado más de una vez sobre el por qué de esas variaciones: si en su primera autobiografía de 1926 afirmaba que su nombre era Roberto Godofredo Christophersen Arlt –y así había firmado su primer texto “Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires”, de 1920, pero no su primera novela de 1926, El juguete rabioso , ni sus siguientes novelas, crónicas y cuentos–, en la segunda autobiografía de 1927, en cambio, afirmaba ser Roberto Christophersen Arlt, para culminar siendo Roberto Arlt a partir la tercera, de 1929. Tal vez, su madre le había dicho que su nombre era otro, como parece inferirse cuando sostiene que “mi madre, que leía novelas romanticonas, me agregó al de Roberto el de Godofredo, que no uso ni por broma, y todo por leer La Jerusalén Libertada de Torcuato Tasso”, en una aguafuerte titulada “¿Qué nombre le pondremos al pibe?”, del 8 de enero de 1930. Sin embargo, lo que hasta ahora se sabía por la partida de nacimiento otorgada por el Registro del Estado Civil y Capacidad de las Personas, era que su nombre era, y siempre había sido, Roberto Arlt. Y nada más.
Pero, y siempre hay un pero, gracias a esos felices encuentros azarosos que a veces tenemos los investigadores, Roberto Alfredo Colimodio Galloso, miembro del Centro de Estudios Genealógicos e Históricos de Rosario, encontró la partida de bautismo –que se reproduce junto a esta nota– en la que el nombre de Roberto Arlt nos abre, a críticos y biógrafos, un nuevo interrogante. Allí, para sorpresa de todos, el nombre de pila es Roberto Emilio Gofredo. Sencillo es afirmar que el “Gofredo” es una errata de Godofredo y que entonces, Arlt estaba en lo cierto cuando afirmaba llamarse como se llamaba –y así aparece mencionado en su partida de casamiento con Carmen Antinucci, del 31 de mayo de 1921 – también encontrada por Colimodio Galloso–; más difícil es explicar, ya no la ausencia del Christophersen, sino la aparición de un Emilio que no mereció, por parte de Arlt, ninguna mención posterior.
Creo que la aparición de esta partida de bautismo abre una nueva línea de interpretación de la biografía de Arlt, porque la inestabilidad del nombre propio deja de ser una de las estrategias con las cuales el escritor construyó su fábula de origen para dar cuenta, en cambio, de la inestabilidad del punto de partida contra el cual inmigrantes e hijos pudieron y supieron construir una identidad.
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