La publicación casi en simultáneo de los Poemas reunidos , de Raúl González Tuñón, de sus libros “españoles” – La muerte en Madrid , Las puertas del fuego y 8 documentos de hoy – de La calle del agujero en la media , de su poema “Las brigadas de choque” en la edición número 13 de la revista Transatlántico y la XIX edición del Festival Internacional de Poesía de Rosario que le estuvo dedicada indican, como lo señalaron los curadores del Festival en su programa, que ha llegado la “ocasión para reabrir la obra de uno de los grandes poetas argentinos”.
No diremos “clandestina”, pero es seguro que la circulación de los poemas de González Tuñón ha sido irregular en estos últimos cincuenta años. En tanto el autor no tuvo –como sí tuvieron Jorge Luis Borges o Juan L. Ortiz, uno de manera retrospectiva, el otro prospectiva– el ánimo o la voluntad de convertirse él mismo en editor de su obra completa y tampoco parece haber tenido exégetas suficientemente abnegados o pacientes –como los tuvieron Oliverio Girondo o Alejandra Pizarnik– su obra circuló, materialmente, como pudo. No quiere decir que no haya circulado en cantidad, pues los compañeros de ruta del Partido Comunista o sus efusivos lectores –que los tiene de a miles– siempre estuvieron bien dispuestos a inaugurar una colección de libros de poemas con uno de Raúl González Tuñón, que paulatinamente se iban pareciendo cada vez menos a los de su versión original. Los musicalizadores de sus poemas y sus intérpretes –que también son legión, desde el Cuarteto Cedrón hasta Alejandro del Prado, desde Miguel Abuelo hasta Paco Ibañez y desde cualquiera de ellos a los cantantes de peña, siempre entusiastas para desearle salud a la cofradía– también contribuyeron a mantener viva su obra y hasta, por momentos, a otorgarle el sueño del anonimato. Sin embargo, eso que se conoce de Tuñón es, sobre todo, una aproximación que contribuye a conformar una suerte de colectivo conceptual –incluyente de sus poemas, de la circulación de sus poemas, de sus poemas convertidos en canciones, pero también de su militancia política en el Partido Comunista, de su trabajo en el periodismo, como cronista y como corresponsal, de su activa presencia en la España de la Guerra Civil, hacia donde viajó en 1934, en 1935 y en 1937 –experiencia que le valió la amistad de, entre muchos otros, Federico García Lorca, León Felipe y Pablo Neruda y el impulso y asunto de varios de sus libros capitales–, de su papel consular en los años 60, no sólo como el promotor de una nueva generación de poetas –fue el prologuista y tutor del primer libro de Juan Gelman, Violín y otras cuestiones –, sino también como el vigilante de la tradición vanguardista que él mismo había contribuido a cimentar en los años 20 desde la trinchera de la revista Martín Fierro.
El hombre suburbano
Es justamente en la revista Martín Fierro donde se anticipa y se reseña su primer libro de poemas, El violín del diablo , un volumen que propone una proyección, convenientemente arropada por toda la imaginería colorida del martinfierrismo, de la tristeza del mundo suburbano de Evaristo Carriego. Y es precisamente ese antecedente –Carriego– el que se convierte, como señala inmediatamente el reseñista del libro, Antonio Vallejo, en la incomodidad y tropiezos del libro, en tanto la confesión de dolores noveleros y la profusión de conventillo y pesadumbre, facilitan la nostalgia y opacan la ambición martinfierrista, de raíz ultraísta, de “la belleza leal y la emoción sin trampas”.
Sucede que, contrariamente al promedio martinfierrista, González Tuñón pensaba que Carriego no era el final de un episodio en la historia de la poesía argentina, que es la hipótesis que anima el Evaristo Carriego de Borges, de 1930, sino un comienzo. En una conferencia dictada en la ciudad de Rosario en 1972 en la que retoma y precisa sus intuitivos postulados juveniles, González Tuñón señala a Carriego como el “iniciador” de la poesía argentina del siglo XX, a cuya sombra crecen las obras de Baldomero Fernández Moreno, parte de la obra del mismo Borges –“el perdurable”, dice Tuñón, es decir el de los libros porteñistas de los años 20–, Horacio Rega Molina, Nicolás Olivari, César Tiempo, Gustavo Riccio, José Portogalo y, más tarde, Roberto Santoro y Juan Gelman. Una tradición que, por cierto, lo incluye, como puede leerse en algunos de los poemas de El v iolín del diablo .
Esa expresividad tardorromántica y sentimental no debe ser amparada, como pretende el mismo Tuñón en 1968, en su conversación con Horacio Salas, como “defectos y limitaciones” propios de un libro escrito por “un muchacho” sino, antes bien, puesta de relieve como componente esencial de la poética tuñoniana, definida varios años más tarde, en los primeros versos de “Juancito caminador”: “Traigo la palabra y el sueño, la realidad y el juego del inconsciente”. Sin embargo, el concepto de realidad fue leído, sobre todo, a la luz de los poemas posteriores de González Tuñón, los poemas “españoles” de La rosa blindada en adelante, pero también de “Las brigadas de choque”, y de varios de los mismos poemas de Todos bailan , como vinculados a una realidad sobre todo política, y excluyendo entonces toda la realidad anterior de los poemas de Tuñón: sentimental, a veces un poco cursi, definitivamente más vinculada a la sensibilidad de los grandes poetas populares del post-modernismo –Carriego, pero también Baldomero Fernández Moreno y Alfonsina Storni– que a la de sus compañeros de ruta martinfierristas quienes inmediatamente, en esa reseña de Vallejo, delimitan su proyección: Tuñón será “uno de nuestros más auténticos valores”, sólo “curado de mezquinas influencias y turbios parentescos” y “despegado de ternuras llorosas y afiches melancólicos”.
En busca de la sensibilidad
A la luz de todos los poemas y textos en prosa reeditados en estos días –algunos muy poco conocidos, como Las puertas del fuego y todos finalmente cuidados con delicadeza–, puede verse el valor de aquella señera observación de Vallejo –quitándole ahora toda su paternalista carga de censura y negatividad: la originalidad del programa compositivo de Tuñón no tiene que ver –como se ha señalado tantas veces y como el mismo Tuñón quiso que se viera en más de una oportunidad– con un corrimiento del programa martinfierrista a partir de sus vínculos personales y poéticos con los escritores políticos de Boedo, sino que su desestabilizante es su modelo anterior: Carriego. Y a través de él, los viejos poetas post-modernistas, esos “turbios” parientes, como los llamó Vallejo, que le dan a Tuñón una sensibilidad popular y, concomitantemente, un amor por los paisajes del trabajo de los que carecen prácticamente todos sus contemporáneos.
Es cierto que el repertorio temático carrieguista queda circunscripto a ese primer libro de Tuñón, pero su vínculo con el post-modernismo pervive no solo en su sensibilidad popular, sino también en sus formas, en ese uso un poco salvaje que hace Tuñón de los versos y formas de la alta escuela: alejandrinos, sí, pero mal acentuados, cuartetos, sí, pero no de versos que miden lo mismo, sonetos sí, pero más o menos etc. Esa misma fue la manera de los post-modernistas de vincularse no sólo con las formas excluyentes del modernismo de Rubén Darío o de Leopoldo Lugones, sino también con su público, manteniendo parte de la musicalidad del poema, pero abandonando sus aristas aristocráticas de combinaciones extravagantes de versos, rimas complejas o acentos alterados.
Pero si los postmodernistas sostenían de manera un poco deforme la estructura original de los poemas clásicos, sobre todo la del soneto, González Tuñón se aleja firmemente de cualquier forma preestablecida, y el factor recordable de sus versos recordables, es decir, la nemotecnia del poema, esencial para su popularidad, se basa menos en su estructura general que en la construcción de versos sueltos que concentran la suficiente potencia como para sostener un poema entero. Esos versos-estampilla de Tuñón –“Decir, yo he conocido, es decir: Algo ha muerto”– que, como si fuesen clásicos desde siempre, el lector tiene la sensación de ya sabérselos cuando los lee por primera vez.
Poesía periódica
Por otra parte, la poética de Tuñón es inescindible de su trabajo como cronista. En 1926 entró a trabajar en el diario Crítica. El ingreso de los nuevos escritores y artistas –casi todos ellos vinculados a la revista Martín Fierro– tiene efectos visibles en Crítica. Son, precisamente, los escritores de la vanguardia los que cambian el modo de titular del periódico, ni puramente referencial, como en los diarios serios de la época –La Nación o La Prensa– ni sangrientamente sensacionalista. En su conversación con Horacio Salas (publicada por Ediciones La Bastilla en 1975), Tuñón recuerda una nota que tuvo que hacer sobre un accidente en el que un tranvía lleno de obreros cae al Riachuelo. Entre los muertos había un “pibito” de diez años que llevaba en el bolsillo de su chaquetón un pequeño paquete con un sándwich de milanesa, seguramente preparado por su madre. El artículo de Tuñón se tituló “El sándwich de milanesa”. Esa práctica material en el periódico no sólo inaugura una tradición titulante en el periodismo argentino. También se proyecta sobre los títulos de las obras literarias. Claramente, es esa combinación de vanguardia estética y proyección de masividad, que da como resultado una puesta en página de toda la colorida imaginería vanguardista obligada, a su vez, sin perder nada de su fresca expresividad, a llamar la atención de un lector al que imaginamos distraído, la que está en la base de algunos de los mejores títulos de la literatura argentina publicados a fines de la década del 20 y principios de la del 30: El juguete rabioso , La calle del agujero en la media , Historia universal de la infamia : apenas una muestra de una época de títulos expresivos y sonoros de compleja o no lineal referencialidad en relación con el contenido de los libros que los suceden que confirman la decisiva importancia que el asunto tuvo en su momento, como si la suerte de un libro –como la de una nota periodística– se jugara entera en su titulación.
Mucho de esa experiencia se proyecta también a los versos de González Tuñón, tal vez el último poeta argentino que imaginó que vanguardia y popularidad no eran conceptos obligadamente enfrentados.
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