Es la misma Buenos Aires. Y es otra ciudad completamente distinta. Sólo quien cruza a diario la frontera entre ambas sabe de su fuerza, del poder más o menos visible que codifica su vida cada minuto pasado extramuros de la Capital. Una lógica civilizatoria mutante, un apagado-encendido para casi todos los procedimientos que rigen la conducta en la ciudad. Un folclore político, un código de vestimenta, la capitulación de un protocolo y la vigencia de otro casi opuesto. Si de un lado de la frontera se para ante un semáforo rojo, del otro se sigue por temor al robo o despreocupación por la multa.
La “distinta” vida de suburbio se vuelve biografía, recuerdo dorado, presente fantástico, símbolo, metáfora o personaje, para escritoras y escritores entre los 30 y los 40, en su mayoría. Un conjunto reciente de textos releva la particularidad de esa experiencia territorial cotidiana. Repasemos: Fiorito, por Dalia Rosetti en Dame Pelota ; Don Torcuato en Barrefondo , de Félix Bruzzone; San Isidro con su barrio La Cava (espejado en El Poso) donde Gabriela Cabezón Cámara sitúa La Virgen Cabeza y los barrios ricos donde la mucama paraguaya vuelve locos a los Brontë en El niño pez , de Lucía Puenzo.
Open Door en el Opendoor de Iosi Havilio, y Berazategui travestido en Berazachussets , de Leandro Avalos Blacha, el Morón de En la pausa de Diego Meret, la Villa Celina mitificada por Juan Diego Incardona ( Villa Celina , El Campito y su flamante Rock Barrial ) y el Tres de Febrero que Ricardo Strafacce recrea en La Boliviana .
Es ésta una enumeración parcial, pero ilustra la vasta irrupción de las cercanías, algo de lo que el cine argentino había dado cuenta bastante antes. Como en el cine, el Gran Buenos Aires de la literatura contemporánea es pobre y es cruel. Pero a diferencia de éste, es fantástico. Muchas de las tramas dan cuenta de la corrupción política, la violencia policial, la contaminación, la explotación, el desempleo y de una hipersexualidad no apta para matrimonios burgueses. Sin embargo, la mayor parte de los narradores descartan el registro realista. Rosetti, Cabezón Cámara, Puenzo, Avalos Blacha, Incardona, Strafacce –como también Cucurto y Oyola, dentro de los límites de la General Paz– organizan sus historias en la dimensión desconocida. Es como si de la experiencia suburbana sólo pudiera dar cuenta cabal la ficción más delirante. ¿No lo confirma acaso la casi ausencia de cronistas-periodistas (exceptuando los policiales Cuando me muera quiero que me toquen cumbia , de Cristian Alarcón y Sangre joven de Javier Sinay?) para esa experiencia que es la de casi 10 millones de personas, la mayor población del país? ¿Podría la ficción más delirante prescindir de la política del conurbano? ¿Hay personajes más literarios que los “varones municipales”? ¿Hay malos con más imaginación que la cana? ¿Hay ambición más feroz que la de aquel que puede hacer cualquier negociado sin ser castigado? La descomposición institucional y la microfísica del poder bonaerense son el magma de estas historias, aunque sus escribas no puedan ser encasillados en el rol de la denuncia más llana.
Campo de batalla
Las localidades aledañas y muy en particular sus villas miserias son el teatro de operaciones en estas guerras de bandas y pobres contra políticos, servicios, militares y empresarios corruptos. Allí libran sus batallas de liberación los habitantes del barrio Los sapos y los de El Poso, estableciendo durante algún tiempo un territorio liberado donde la autoorganización y el sexo son las mayores fuentes de felicidad. Algo similar propone Incardona en El Campito , que pone a jugar los mitos clásicos del peronismo en un escenario posatómico, donde cuadrillas de retromilicianos miden sus fuerzas contra toda clase de atacantes gorilas en los alrededores del Mercado Central.
En todas estas ficciones aparece un elemento central y que podría desconcertar al lego: el agua. Agua como horizonte y recreo en la costa sur de Avalos Blacha. Agua como amenaza, símbolo y fuente de trabajo en las piletas que mantiene Tavo, el protagonista de Barrefondo . Agua, para enriquecer el imaginario lacustre, con el mítico Ypacaraí, lago paraguayo al que pretenden huir las protagonistas de El niño pez , y el estaque para la cría de carpas, multiplicación bendita por Cleo, la santa travesti de Cabezón Cámara. Allí, como en el río Reconquista donde se pescan ranas genéticamente modificadas, el agua da alimento a los villeros (imposible que no resuene Darwin´s nightmare , el documental sobre la catástrofe de la pesca predatoria en el Lago Victoria de Africa). Otras veces, el agua que da la vida, la quita. Está el río mortal que modifica el ecosistema hasta transformar en cristales los pastos y deformar a los animales y los humanos de Incardona.
Agua que corre los 64 kilómetros de la cuenca Riachuelo-Matanza, el área más contaminada de Latinoamérica, que afecta la vida en toda la superficie del GBA y que riega los márgenes de Fiorito, donde vive la Catana, crack del fútbol femenino y playwoman irresistible de Rosetti.
Esa zona desarticulada, sin ley ni más límite que las que marcan como accidentes geográficos la cicatriz de la General Paz y el Riachuelo, parece espacio propicio para una sexualidad no contemplada en los códigos civiles, ni siquiera ahora que existe el matrimonio igualitario. Vínculos sentimentales interclasistas (como el propuesto por Puenzo) y la definitiva liberación del deseo homosexual en casi todos ellos. Más allá de con quién y cómo, los personajes de esta narrativa gozan una sexualidad intensa y desbocada. El sexo como una de las condiciones para el “hágase a usted mismo”, versión criolla del self-made que podría traducirse en el desafío de sobrevivir con felicidad a un entorno árido y hacer realidad el sueño siempre perseguido de saltar por sobre un origen popular.
En un hotel por horas, Diego Meret escribe su propia gesta, la del chico nacido en una casa de Morón donde había un solo libro: el Martín Fierro .
En la pausa es el fino registro de su transformación en poeta y escritor, pero por sobre todas las cosas en lector, dividiendo su tiempo entre la familia y el trabajo como obrero textil. Incardona tiene con Meret muchísimo en común: la familia obrera, la ética barrial y una enorme sensibilidad para los matices en que se descompone la experiencia del suburbio en registro autobiográfico.
Caosferio
Caos y control tensan la compleja experiencia urbana del bonaerense. En la retícula de la guía Filcar esa experiencia de 2750 kilómetros cuadrados se organiza, encuentra su lógica. Como todo texto (y la guía Filcar es, en su crudeza de líneas y planos, puro texto) tiene su código y sus páginas más citadas. El parcelado se inicia en José C. Paz y culmina con el mapa 70 en Ezpeleta y Berazategui, con el orden obvio, Norte-Sur. La página 41 que abarca el micro y macro centro porteño es la más visitada. El habitante del sur consultará más el 47 (San Telmo, Barracas, La Boca), el del Oeste el 40 (Once, Caballito y Parque Patricios) y el del Norte el 35 (Belgrano y Palermo).
La versión pequeña de la Filcar con los recorridos de las líneas de colectivos era una ayuda irremplazable para la conquista territorial de la capital por parte de los adolescentes GBA, que se iniciaba con las rateadas del secundario, excursiones clandestinas que solían seguir las líneas del tren hasta su cabeza de playa –Retiro, Once, Constitución– para continuar la avanzada en subte hasta Corrientes, Lavalle o Florida. Un recorrido garantizado: como las vías no varían sus recorridos era difícil perderse. Era subir en Banfield, a pocas cuadras del Conaba, y bajarse al final del recorrido. Al trazado ferroviario debe sobreimprimirse el rizoma de la lógica territorial suburbana que penetra el tejido fronterizo para salir a la superficie en las cabeceras del Roca y el Sarmiento: allí está el Once de Leonardo Oyola en la saga Santería y Sacrificio , y el fresco de Constitución que Washington Cucurto despliega en varios de sus libros, incluyendo el último, Hasta quitarle Panamá a los yankis . Hoteles y pensiones, mayoristas de baratijas, puestos callejeros, desorden de colectivos, colorinche y música, olores de comida al paso. El gran Buenos Aires extiende su arte pobre a las adyacencias de las estaciones. Con décadas de crisis, las antiguas plazas fueron abandonadas por los residentes porteños (Miserere tiene en Banco a la sombra , de María Moreno su Oda) y “cedidas” a los visitantes del conurbano durante el intenso trajinar laboral.
Antecedentes ilustres
El Gran Buenos Aires tiene pocos antecedentes narrativos. Pocos, pero ilustres: San Isidro para Mujica Lainez, Adrogué, para Borges. Temperley para Roberto Arlt. Banfield en algunos textos de Cortázar (Digresión: hace unos veinte años, la municipalidad de Lomas de Zamora encargó a algún artista un mural en la estación de Banfield para honrar a sus hijos pródigos entre los que militaban Sandro, Pepe Biondi, Niní Marshall y Alfredo de Angelis. Alguien alertó sobre la burda omisión de Cortázar en ese particular panteón y, sin poder para recomenzar de cero, sobreimprimió la cara flaca y aniñada del narrador al cuerpo obeso de un obispo. De modo que el santoral barrial banfileño tiene un Cortázar gordo y beato ¡dando la bendición!).
Más cerca, la célebre Quilmes de las Flores robadas... de Asís (homenajeada por Washington Cucurto en su último libro). Y ya a fines de los 90 y comienzos del 2000, la Florencio Varela en Vivir afuera de Fogwill, quilmeño él mismo.
Lanús de Sergio Olguín, Turdera de Angela Pradelli y el mundo del country retratado por Claudia Piñeiro (criada en Burzaco) en Las viudas de los jueves requirieron un andamiaje realista para los mismos temas que su colegas más jóvenes.
Esos antecedentes plantean un interrogante: ¿por qué el eje geográfico de esta narrativa suburbana se ha desplazado del Sur al Noroeste? En cualquier caso, la publicación consagratoria de los Relatos reunidos de Hebe Uhart por Alfaguara (y su brillante cosmogonía del partido de Moreno) invitan a creer en un nuevo Génesis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario