Revista Ñ
La vida no tiene ningún sentido. Para que no muramos de aburrimiento existe el arte.
La vida no tiene ningún sentido. Para que no muramos de aburrimiento existe el arte.
En el momento mismo en el que la idea tradicional de libro se desintegra, Buenos Aires es declarada capital mundial del libro y Marta Minujín realiza su monumento: La Torre de Babel de los Libros. ¿La idea de libro se transforma? ¿Es un monumento a qué libro? Sin arte todo sería muy sencillo: no habría nada que ver, nada que experimentar, nada que pensar. El arte, en este caso, nos brinda la posibilidad de repensar lo que siempre creímos sobre el libro.
Nietzsche decía que, ante el vacío de sentido, habíamos inventado tres formas de producirlo: la política, la religión y el arte. La política y la religión nos someten al sentido de alguien capaz de gozar con el ejercicio del poder. El arte nos hace sospechar que si nos atreviéramos podríamos descubrir que existir no es una mera experiencia burocrática. Un fragmento mínimo de ese magma revulsivo sobrevive en cada palabra.
Las palabras son poemas congelados. Son espesas condensaciones de sentido de las que hemos perdido las claves. Las usamos como usamos las monedas, pero –al igual que las monedas– las palabras dicen más de lo que creemos. En la palabra “libro” quedan huellas de la memoria de la especie.
Stephane Mallarmé ligó la idea de libro, la de memoria y la de cultura. “Los poetas, dice, son los que crean las palabras de la tribu. La poesía es la memoria de la Humanidad”. Cada palabra es la huella de lo que fuimos y la promesa de lo que podremos ser.
Dice: “El mundo está hecho para acabar en un libro”, y agrega, “un libro no comienza ni termina nunca; a lo sumo, lo finge”. Cada libro es un mundo y a la vez un átomo del gran libro de la memoria humana: cada texto es una neurona del enorme cerebro de la especie. No comienza ni termina nunca. A lo sumo lo finge.
Esa biblioteca infinita que ya palpita en cada libro visto individualmente fue pensada por Borges en muchos de sus cuentos y ensayos, entre otros en “La biblioteca de Babel”, en “El Aleph”, en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y en “El escritor argentino y la tradición”. El pasado es la materia del recuerdo, que los libros preservan. Pero los humanos no hablamos una misma lengua ni el recuerdo es siempre el mismo: nuestra memoria es un caleidoscopio de signos heterogéneos. El mito bíblico de la torre de Babel es una forma poética de pensar la multiplicidad de los idiomas.
En el mito de Babel, la diversidad lingüística es presentada como un castigo. Ante la soberbia de la Humanidad, que quiso construir una torre tan alta que comunicara la tierra con el cielo, el dios bíblico lanza una maldición: confunde los lenguajes. Hay un instante fundador: los hombres, que hasta entonces hablaban un mismo idioma, dejan de entenderse. De esa incomprensión surgen la violencia contra el otro (al que ya no comprendemos) y la cultura, que es la búsqueda de una traducción entre el pensamiento del otro y el propio (el deseo de un vida en común).
Babel es un mito tan rico que ha fascinado a los artistas desde hace siglos. Hay una gran cantidad de cuadros y relatos que se centran en esa imaginaria aventura humana. En Babel no hay textos sino idiomas en estado puro. Sin embargo, es el origen del libro. El libro le “habla” al que no está en el momento en el que se pronuncia el discurso: el libro está hecho para el que no está conmigo. El libro expresa el deseo de encontrar a otro: al ausente. Babel sueña con un tiempo anterior a la diversidad, en el que los hombres se entendían casi sin hablar porque hablaban la misma lengua. Babel es la chispa que enciende la comunicación: para entenderse habrá que ir hacia el otro que ahora es el que dice algo que no entiendo.
Inspirándose en este mito, Marta Minujín imaginó en 1988 un proyecto monumental, efímero y participativo: su versión de la Torre que ha develado a los hombres desde el comienzo de los tiempos (o desde “antes del comienzo” porque los mitos están fuera del tiempo histórico; viven en el tiempo del recuerdo, del deseo). Es un proyecto enorme que estuvo en carpeta durante más de dos décadas. Gracias al apoyo del Ministerio de Cultura de la ciudad de Buenos Aires, desde el 13 al 28 de mayo La Torre de Babel de los Libros se levantará en la explanada de Plaza San Martín.
El monumento que imaginó Minujín tendrá 25 metros de altura y podrá ser recorrido por el público. Consta de una estructura helicoidal de varios pisos, recubiertos por miles de libros en diferentes idiomas. Varias embajadas han comprometido su aporte. Y se espera que la gente done libros propios para que la memoria individual y familiar quede plasmada en esta obra de participación colectiva (los libros se pueden entregar en las bibliotecas municipales y en las principales librerías porteñas).
El 28 de mayo algunos de esos libros se repartirán simbólicamente entre el público y el resto formará parte del acervo de la biblioteca municipal Manuel Gálvez (Av. Córdoba 1558), que tendrá de esta manera una importante sección de libros en lenguas extranjeras. En su ascenso hasta la cima, los participantes oirán música, también compuesta por Minujín, en la que se repite la palabra libro en varios idiomas.
Este proyecto forma parte de una serie de obras participativas que Minujín pensó para la ciudad de Buenos Aires (o en relación con ella) en los 80, en el momento en el que se recuperaba la democracia. “El mito de Babel es algo que me obsesiona desde hace mucho”, dice Minujín. “Apenas hice el Partenón de los libros, en los días iniciales de la recuperación democrática, comencé a pensar en este proyecto. La pintura en la que Brueghel el Viejo imagina la Torre me enloqueció desde siempre y me inspiró para la estructura que tiene mi instalación”.
Esta Torre de Babel se relaciona, además del Partenón, con El Obelisco de Pan Dulce (Buenos Aires, 1979), El Gardel de Fuego (Medellín, 1981) y la aún inédita Pelota de Fútbol de Dulce de Leche. Todas estas obras se inspiran en un mito y proponen un monumento. Las obras participativas que Minujín pensó en relación con la democracia, los mitos y los símbolos porteños incorporan algo nutricio: comida (que alimenta el cuerpo), libros (que alimentan la mente), el fuego protector que puede llegar a destruir.
La Torre de Babel de los Libros es una obra sobre la diversidad cultural y un homenaje a ese objeto mágico que es el libro. Parte, como las otras obras participativas de Minujín, de una idea fuerte que está en la conciencia cultural de la comunidad.
Minujín es una especie de gran “chamana”: alguien que resignifica las palabras (las ideas) de la tribu. Toma los mitos fosilizados y los devuelve en nuevo formato. Ese “simple” intercambio suele tener efectos desestabilizadores: habla de la posibilidad de vivir la vida de otra forma, de seguir otro camino que el trillado, de ver el mundo desde otra perspectiva.
Cuando Borges, a mediados de los 40, escribió “El Aleph” o “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” pocos lectores fueron capaces de apreciarlos. Hacía falta una nueva sensibilidad, una nueva teoría y una nueva forma de percibir el tiempo y el espacio para internarse en los laberintos que dibujan esas páginas. Ahora, en la era de Internet, vivimos en ese tiempo y en ese espacio anfibio, entre lo material y lo virtual: la sensibilidad contemporánea relee “El Aleph” no sólo como la genial relectura de La Divina Comedia que ya se percibía a mediados del siglo XX, sino además como una inmersión en el espacio-tiempo virtual que nos presenta la cultura Web.
No es casual que Borges y Minujín trabajen con mitos tan arraigados y tampoco es casual que ambos los reescriban trasladándolos a Buenos Aires (al Sur). Borges sugirió muchas veces que sólo se puede pensar, imaginar e inventar desde los márgenes. No se hace renovación artística y cultural desde el centro. Lo consagrado no crea nuevas posibilidades.
En sus obras, tanto Minujín como Borges no se quedan en el pasado, sino que se abren al porvenir. En este caso, se conectan con el libro futuro o con el futuro del libro. Borges desecha la idea de novela, de libro que da cuenta de todo, y apuesta al fragmento. Sus ensayos, poemas y cuentos aparecen como textos fragmentarios que al interconectarse entre sí producen nuevos sentidos.
El libro, como mundo cerrado, que fingía que comenzaba y terminaba, se acabó. Nació con la imprenta, hace medio milenio. Brilló con tal potencia que iluminó todo lo que se conoce como “la vieja” cultura moderna. En algún momento del siglo XX comenzó a apagarse porque ya no pudo dar cuenta de los cambios en el mundo del sentido que producía la nueva cultura. El libro, que surgió del estallido de la diversidad de las lenguas (Babel) y que finalmente se materializó en ese objeto que produjo la imprenta, se transforma. No es sólo que se desmaterializa y se vuelve electrónico. No es un mero cambio de soporte, sino de esencia. Ya no leemos linealmente: conectamos fragmentos multimedia. Hay una energía dionisíaca en Minujín que la hace conectar, más allá del pensamiento racional, con este movimiento que se está produciendo en la cultura de la época. La Torre de Babel de los libros remite al inicio de la aventura conceptual (cuando se inventaron –hace 5.000 años– la escritura, las ciudades y la agricultura) y a nuestro presente abierto a nuevas experiencias (en el que todo se desmaterializa y ganamos intuición multidimensional a la vez que resignamos análisis lineal). La Torre de Babel de Minujín es un mapa de nuestra nueva forma de pensar. Mirémosla fijamente porque aún no comprendemos qué nos está pasando. Pero es un flash.
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