En la guerra de rosas que es la feria de libros del Parque Rivadavia (y cualquier feria de libros, pensándolo bien) el arma letal de la chica nueva del puesto donde me paré a ver es la seducción. Claro que acá los códigos son los de la ciudad al aire libre: muy húmedos, muy elásticos. En el puesto de al lado, por ejemplo, un vendedor de enormes brazos tatuados le dice a una mamá que compra un manual para el hijo: –Ahora te sale cuarenta y cinco; si vas a darte una vuelta y volvés, cincuenta.
Es un código que se dibuja de puesto en puesto y cobra forma de alambre grueso agarrado con gran tenaza. Se resume así: “Si lo pensás, perdés.” Y la potencia es tal que en ocasiones las palabras son exactamente ésas o, más breves: “Pensalo y perdés”, y todos las entienden y saben a qué atenerse.
Pero volvamos a las artes sensuales de la chica nueva (que en realidad es sólo una suplente: alguien faltó y la dejó a cargo). Ella, mientras reviso los cajones, tan bien ordenados, se distrae con un punto que flota en el aire y que justo ahora debe ubicarse entre ella y los puestos de enfrente. Es como si intentara pescar ese punto, que sería lo mismo que detenerlo con la mirada en el preciso lugar donde está y, de a poco, también con la mirada, arrastrarlo, llevarlo con ella y dejarlo entre las páginas de alguno de los libros que tiene para vender.
–¿Leíste este?– le pregunto mientras separo, de una de las filas, 4 en 1 , de Conny Méndez, que incluye “Qué es la metafísica”, “Piensa lo bueno y se te dará”, “Un tesoro para ti” y “Numerología”, todos títulos que mi tía Rita solía tener en su biblioteca.
La chica me sonríe y niega con la cabeza. Simpática, ¿no? Se levanta del banquito en donde está apoyada (no sentada, su estrategia es la liviandad, el volar-volar) y se estira casi hasta el fondo de la fila. Su buzo azul, cortito, se estira con ella y deja al aire su ombligo y su piercing, tan dorado. Es verla, y perder un poco el aliento, hasta que termina de hurgar y saca más libros de la autora.
–Siempre se llevan estos, mirá –me ofrece; y mientras los recibo ella se queda con uno muy usado y se pone a hojearlo. Lo mira bastante, la verdad, y yo los míos, y trato de recordar cuáles tenía mi tía Rita y cuáles no y calculo si los que tengo ahora entran en mi bolsito y reviso mi billetera para ver si puedo pagarlos. Igual, el más interesante parece ser el que se quedó la chica. Ella pasa las páginas rápido, como para leerlo con sólo hojearlo y entonces decirme “es re interesante”, o lo que sea. Al final, me lo da abierto en una de las primeras páginas: –Este dicen que es el mejor, La promesa , y es una edición anotada, ¿ves? Efectivamente, al pie de esa página y de varias más están las notas. Un libro de Conny Mendez anotado; mi tía Rita estaría feliz.
¿Tuero por una novia?
Frente al puesto de la chica nueva, un hombre flaco, tuerto y pelado, zapatos marrones, jeans gastados y camisa, se ha encaramado sobre una pila de libros, que ahora usa a modo de púlpito, y compra y vende desde ahí a todos los que se le arremolinan a los pies. La imagen es profética. Su convocatoria de constantes seis o siete clientes es inmensa en medio de la feria que empieza a poblarse, pero que mayoritariamente, a pesar de que hoy corre el mes de marzo, no tiene gran concurrencia.
–Cien metros de ida y vuelta contra el Normal 4, más el codo de Rivadavia –me va a decir después, más tranquilo, gesticulando con una mano–, más el brazo de Rosario, no hay punto de comparación, la feria de Plaza Italia no existe. Allá dicen que es la más grande, cuarenta puestos, hasta tienen el cartel, “La Feria de libros usados más grande del país”; y no, yo allá conozco bien, tendrán ese techo que les puso Macri y ese cartel ilegal y todo lo que quieras, pero la más grande es la nuestra.
Algo pendiente por allá tiene, este buen hombre. Pero no contesta preguntas, habla solo, de corrido, y se frota las manos contra los jeans, como si así se limpiara el polvo, o la tinta que los libros le dejan en las manos.
–Fue por una novia que tuvo –me confía la chica nueva cuando, más tarde, le pregunto si sabe cómo perdió el ojo el tuerto–. Eso se dice –hace una pausa, mueve un poco el cuello, como elongando, vuelve a sonreír. –¿Buscás algún policial?, tengo.
Todo el puesto del Tuerto son libros apilados, adentro y afuera. Su forma de ocupar el espacio, y de reconocer el exacto lugar de cada libro, son únicas, aunque basta con caminar unas cuadras para entender que quizá lo de él sea sólo una patrulla perdida de la vecina feria de Primera Junta, donde el apilamiento es norma. Pero lo del Tuerto tiene un agregado: afuera del puesto, más que apilados, los libros se amontonan. O sea: forman montañas. Desde ellas podría bajar Moisés con las tablas de la ley, o dar Jesús su famoso sermón. Se puede empezar a escarbar las montañas desde arriba pero lo más cómodo es agacharse y hurgar por debajo. Los libros salen como de un hojaldre y la estructura se mantiene, como mucho se mueve un poco. El hallazgo, esta vez, es Historia del alambrado en la Argentina , de Noel Sbarra, médico higienista.
La novia, en Plaza Italia
No es fácil encontrar mujeres entre los puesteros. Pero hay varias: está la que teje, la que medio a escondidas, desde una notebook, publica en Mercado Libre los títulos que entran, la que cada tanto pega un grito de “pase y vea”, la que en otra vida fue promotora en la puerta de un estacionamiento o de un lavadero de autos y hace señales de tránsito a los que vamos por los pasillos para que enfilemos para donde ella quiere.
La ex novia del Tuerto, por lo que parece, es una que perfuma su puesto con una vara de incienso, ahora inclinada sobre dos o tres libros (uno abierto, que la mujer ha estado leyendo antes de sentarse a conversar con dos amigas que se le acercan) sobre budismo y afines. Revoloteo como un pájaro raro, engancho frases voladoras: “Soy loca con esto, lo prendo en cualquier parte, el otro día me quedé dormida y se me cayó arriba de la colcha, me despertó el olor a quemado, no me incineré de milagro, tengo un dios aparte, ¿no? Deben ser las maldades de aquél”.
Unos puestos más adelante, otro budista. ¿Actual pareja de la del incienso? ¿Instigador del “crimen del ojo” que dejara tuerto al Tuerto? ¿Casualidad? Casualidad no: ya lo escribió Conny Méndez en “Piensa lo bueno…”: “Nada sucede por casualidad”, la frase favorita de mi tía Rita. De hecho, entre los casi ocho mil libros que este hombre tiene en su puesto hay uno que hace juego con el que le compré al Tuerto: El cantar opinando , antología de letras de canciones entre las que figura ésa de Daniel Viglietti: “A desalambrar”.
–Me hice budista hace ocho años –me cuenta el Budista–, entendí muchas cosas. En ese tiempo tenía varios problemas, ahora ya no. ¿No se nota que estoy mejor? Mientras hablamos calienta agua del termo de un vecino.
–No les presto el calentador porque me lo rompen, pero que lo usen todo lo que quieran.
Trabaja hace veintidós años en la feria y es el de la idea de poner el cartel que dice que la de Plaza Italia es la más grande del país.
–El cartel lo hicimos hace poco, para promocionar. Porque esto antes explotaba de gente, pero ahora no tanto, ni siquiera en marzo: hay mucha competencia. Una vez lo quisieron sacar, al cartel. Pero yo lo tenía hablado con uno de la Municipalidad, uno que ahora se murió, así que es mi palabra contra la de ellos, y no tienen cómo decir que les invento el arreglo, ¿entendés? Además lo que dice el cartel es verdad. ¿En Parque Rivadavia cuántos puestos tenés? Un montón, sí, por todos lados. Ahora yo te pregunto: ¿de libros? Son todos cartoneros, de libros de verdad como mucho tenés tres puestos. Querés más: cuatro –me muestra la palma de su mano izquierda (con la otra atiende el celular), mete el pulgar para adentro y mientras escucha el teléfono mueve los cuatro dedos que miran al cielo y en silencio, con los labios, dice: “uno-dos-tres-cuatro”.
También habla de la vida trucha de las ferias: –Además acá hay menos truchada. Allá te venden cualquier cosa. Hay más puestos de CDs que de libros. Tenés varios que se arman una mesa y venden, un descontrol. Acá yo vendo sólo usados. Antes sí, vendía nuevos, vendía truchos, pero desde hace ocho años no, y me cambió la vida. Me decían “¿te volviste loco?, te va a ir mal, te vas a cagar de hambre”. No, me volví budista. Y me va mucho mejor. ¿Vos sabés por qué el mundo es redondo? –dibuja un círculo en el aire–. Todo lo que va, vuelve.
Generaciones encimadas
La chica nueva se divierte, aprende el oficio mandando mensajitos de texto, se hace la distraída pero aprende reglas mnemotécnicas. El de brazos tatuados, que antes vendía CDs con lona en la calle, ahora es el rey del “pensás-perdés”, y vende como loco. El Budista empezó en Librerías Fausto, años 80, donde lo hacían ir y venir mil veces a las mismas estanterías para que aprendiera las ubicaciones, los colores de los lomos; ahora administra su propia empresa: “Soy empresario”, dice. La Budista tiene poderes, o está protegida. Fue ella la que llevó al Budista por el pasaje a la India, estoy seguro. Y lo confirmo cuando, intrigado, llamo una noche a la casa del Budista, que me dio sus teléfonos, su mail, y atiende ella, inconfundible su voz endulzada por el incienso. Y el Tuerto qué, ¿es el Mesías?, ¿tiene ascendencia judía, al menos?, ¿fue la pérdida del ojo consecuencia del desamor, tragedia doméstica, crimen pasional, sacrificio por la humanidad, voluntad de asemejarse a Dios, que todo lo ve con un solo ojo? No se sabe, pero su técnica es única, un prodigio de emancipación espiritual por vía del consustanciamiento con las montañas de libros que lo sostienen. Lo del ojo es un traspié, sin duda, pero también es lo que lo convierte en el Polifemo que cierra puertas, embolsa a los clientes que se acercan a beber y, a su modo, los devora. ¿Y el futuro del libro? Todos responden a favor, no hay temores. Palabras del Budista: “El libro es como la gente mala, algo muy necesario”.
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