La música popular siempre ha estado acompañada de leyendas que han generado un halo mítico alrededor de la vida de unos artistas que en realidad eran tan humanos como cualquier otro. El rock, que surgió a mitad de siglo XX en pleno auge del star system, ha sido el género que mejor ha sabido aprovechar (y rentabilizar) la existencia de esos territorios legendarios, con el eslogan del Sexo, drogas y rock and roll por bandera y una larga serie de episodios fabulosos que no pocas veces tenían más de fábula que de realidad.
Andrés Calamaro escribió su propia leyenda con el cambio de siglo y afortunadamente quedan suficientes testigos presenciales para recordarla, empezando por él mismo. "Viví mi personal rise & fall y terminé esperando la llegada del 2000 sin comprometerme con fechas. Me dejé secuestrar por mí mismo, por mi nariz y por la libertad. Trasladé el estudio a la cama y sencillamente escribí con deseo, durmiendo dos veces por semana. Estaba inspirado, un poco empachado por la sensación de poder escribir y grabarlo todo", afirma el músico, una década después de publicar El salmón, una obra impensable e indispensable que contenía 103 canciones empaquetadas en cinco CD, y que se reedita esta semana en una versión doble con cinco canciones iné-ditas de la época.
La extenuante gira de Honestidad brutal terminó en Buenos Aires en diciembre de 1999 y, como si con la llegada del 2000 se fuera a acabar el mundo, Calamaro comenzó a componer de forma frenética. Y, claro, a hacerlo rápido: "Fueron días divertidos, artísticos, reventados, marginales, extremos... Estábamos ajenos a todo, prefabricamos nuestra propia realidad y la habitamos".
El mundo siguió rodando en enero, pero él continuó grabando. Primero en su apartamento, hasta que los vecinos lograron desalojarle. Luego en un apartahotel, donde tampoco duró demasiado. Solo o en compañía de amigos como Gringui Herrera y Marcelo Scornik, Calamaro se sumió en una actividad creativa narcotizante y tóxica que él describe como "de extraña alegría": "A los amigos les saltaron las alarmas un poco, pero tampoco me dejaba romper demasiado los esquemas y no dejaba hablar a cualquiera. Estábamos en nuestra fortaleza blindada. Sabíamos lo que estábamos haciendo, casi nunca fumábamos en pipa y ahí hay una diferencia importante; yo hacía lo que se conoce como consumo profesional. Estaba enfocado en una espiral creativa aparentemente ilimitada".
Tres meses después llegó a Madrid. Con él, una maleta Samsonite atiborrada de casetes con las más de 300 canciones que había registrado en una grabadora obsoleta de cuatro pistas. "Me llamó desde el Palace", recuerda José Niño Bruno, batería de su banda; "me dijo que me pasara a verle porque había estado escribiendo canciones y quería que las escuchara. Las cintas ocupaban varias cajas. Con esos cientos de temas, Andrés tenía la idea de meterse en un estudio con la banda a grabarlo todo de nuevo".
El embrión del pez
En las siguientes semanas, escucharon las 300 canciones. En esas cintas ya estaban las versiones caseras de algunos éxitos del disco, como la titular El salmón, Ok perdón o Gaviotas, grabadas en crudo, con sólo pistas de voz, guitarra, bajo y cajas de ritmos lanzadas al azar. Los estilos se solapaban (reggae, tango, rock, country, balada, pop, mucho hip hop) y esparcidas al azar se oían versiones de los Rolling Stones, los Beatles, Atahualpa Yupanqui y una descerebrada lectura discotequera del No woman, no cry de Bob Marley.
También había experimentos, como una pesadilla en forma de canción que duraba media hora y estaba construida a base de loops, gritos, samples, ruidos y sonidos de sintetizador manipulados. Calamaro había jugado a ser Bob Dylan, Brian Wilson y Lee Scratch Perry, todos en uno. "Recuerdo que una de las cintas contenía una serie de canciones con la particularidad de que todas se llamaban Mi funeral. La que al final se incluyó en El salmón fue Mi funeral 11", explica Niño Bruno.
Calamaro se instaló en el hotel Conde Duque, en el centro de Madrid, y mientras preparaba la grabación en el estudio seguía componiendo. "Ariel Rot fue a verle un día y terminó tocando la guitarra y haciendo coros en una decena de canciones", rememora David Bonilla, jefe de producto de DRO, el sello discográfico del músico. Otro de los que participaron en las grabaciones previas fue el bajista Candy Caramelo: "No había un plan. Simplemente había mucha urgencia por grabar y grabar las canciones que estaban en las maquetas. Y entre medias seguía componiendo. Andrés hacía las letras en el momento: primero grababa una base con acordes de guitarra con el primer ritmo que saliera de la máquina, después metía otra guitarra y un bajo y al terminar hacía la letra. Muy pocas veces repetía algo, eran casi todas primeras tomas", recuerda Caramelo.
El músico hispanoargentino iba diseñando en su cabeza el artefacto que podría servir de vehículo a semejante producción de canciones. Quizás para avisar de lo que se avecinaba, se acercó a la oficina de DRO en Madrid con una docena de CD que recogían por temas una primera selección de canciones. Cada uno tenía su portada y su título, tarea a la que le ayudó Juan Luis Ambite, el exbajista de los Pistones, que durante ese período ejerció de asistente personal de Calamaro.
"Al principio tenía una idea de diseño de packaging que hacía posible llevar cinco CD en el bolsillo trasero de unos Levis. Sin embargo, El salmón se inspiró en los discos navideños, perfectamente corrientes por aquel entonces: 101 mejores canciones del pop español, 101 mejores canciones de los ochenta... Era un formato homologado, perfectamente conocido por las discográficas. Vender cinco discos a precio de uno y medio", afirma Calamaro.
Un estudio y 300 canciones
En el mes de mayo, entró a grabar en los estudios Sintonía de Madrid con el grupo que le había acompañado en la última gira: además de Niño Bruno y Candy Caramelo, los guitarristas Guille Martín y Gringui Herrera y el teclista Ciro Fogliatta. El hecho de que en lugar de diez o 12 canciones fueran 300 lo convertía todo, lógicamente, en una auténtica locura.
A eso había que añadir el deseo de Calamaro de conservar pistas de sus maquetas caseras. Muchos de los temas que aparecen en El salmón tan sólo recibieron retoques de ingeniería en el estudio, lo que permite obtener una visión muy aproximada de cómo fue creado, una especie de fotografía del work in progress del músico.
Trabajaron seis o siete días a la semana durante tres meses. Entraban en el estudio a las cuatro de la tarde y salían a las seis de la mañana. "Cada día Andrés era el primero en llegar y el último en irse. Jamás salía ni al pasillo: estaba siempre tocando, cantando o a los mandos de la nave", comenta Candy Caramelo.
Rock e improvisación
En una de esas sesiones, Calamaro insistió en seguir grabando cuando ya se hacía de día. Se quedó solo con el ingeniero de sonido del estudio, Álex Badreddine, que le dio varias ideas para una canción, Me cago en todo, y acabó figurando en los títulos de crédito del disco como coautor. Por el estudio también pasaron músicos como Jaime Urrutia, Enrique Bunbury, Ariel Rot, Andy Chango o Jerry González, a los que Andrés invitaba a colaborar.
Las 103 canciones (101, en realidad, ya que dos se repiten en versiones alternativas) se terminaron de grabar en julio. Los músicos soñaron todo el verano con volver a salir de gira, pero Calamaro tenía otros planes. El principal: desaparecer. El salmón se publicó en otoño al precio de un disco y medio (3.500 pesetas), en una edición sobria para abaratar una producción descomunal. En el primer mes y medio superó las 50.000 copias, lo que supuso un éxito para tratarse de un álbum quíntuple.
Calamaro casi no hizo entrevistas. Se había mudado a un piso en la calle de Hermosilla. "Sólo tenía una silla, así que las entrevistas se tuvieron que hacer en la cama", recuerda David Bonilla. Durante el año siguiente, el ritmo de producción no decayó. En 2003, entregó 200 canciones más, recopiladas como Inedit toxic. ¿Por qué no se publicaron? "Andrés no quiso", zanja Bonilla. Por entonces, Calamaro vivía en un pueblo de la Sierra de Gredos, cerca de donde compartirá escenario, el próximo 2 de julio, con Joaquín Sabina. Pero en aquel momento, él no quería oír hablar de giras: "Seguí grabando al mismo ritmo unos años más. Ya eran otro tipo de giras... touring the night away... ¡La verdadera gira!", responde Calamaro. La música se lo llevó después de facturar la obra de un loco, pero como dijo él, "un loco trabajando".
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