El cine y los juegos de Play son más dinámicos y entretenidos. Para contar una historia hay métodos, programas y recursos más eficaces, visuales y gráficos. Si una historia se resigna a ser una especie de sucesión esquemática de la que extraemos informaciones fácticas y emotivas, la literatura ha perdido especificidad y motivo. Pompa y circunstancia. Puesta en jaque desde hace años, la idea de cultura parece hoy rendirse a los pies de una más elemental: la de educación. ¿Tiene sentido leer, recordar tramas, urdir otras, dar ejemplos extraídos de la tradición clásica o la cultura popular? Hasta la letanía de “la pérdida de valores” ha adquirido una especie de cinismo involuntario cuando uno advierte que son los cultos que se quejan de “la caja boba” o de los reality shows los menos dispuestos a canjear el tiempo ganado por el ejercicio de leer un libro.
Sin embargo, la aspiración a ser escritor anida en el interior de más personas de las que uno sospecharía. En cuanto al insignificante testimonio personal, noté en muchos individuos (en quienes la lectura de novelas dista de ser una pasión), un último, acorralado deseo de escribirlas. Me conmueve a veces esa especie de añoranza no despojada de envidia que obliga a decir: “Usted sí hace lo que quiere”. Qué difícil es confesar la verdad. En el recuento final, el que le proporciona a la libertad esa magnitud suplementaria y casi extranjera, creo que no se equivocan. Me gustaría explicar por qué para que aumentara egoístamente el deseo de leer novelas, no el de escribirlas. Sin embargo, los más jóvenes enseñan que es necesario disuadir cualquier vocación pedagógica para intentar tener éxito.
Creo que el ideal del escritor que uno lleva en la cabeza no coincide con los escritores de hoy. Nadie piensa en Paul Auster, sólo los escribas hacendosos (o, mejor dicho, quienes tergiversan el anhelo de los escritores y quieren sólo éxito editorial). El ideal del escritor que dice lo que quiere debe nacer para nosotros, modernos y contemporáneos mal avenidos, con Voltaire, como tantas otras cosas. Ahora bien, el valor del novelista tiene tres tipos definidos del siglo diecinueve, por suerte de nacionalidades distintas: Charles Dickens, Honoré de Balzac, Fiodor Dostoievski.
El primero establece el alto grado de curiosidad social, el volumen satisfactorio de rasgos y características, el rango completo de variedades. Los personajes dan cabida y representación a todo tipo de intereses; una emblemática personal, a su manera alegórica, de las virtudes y los vicios confirma y contagia el contorno rígido, no caricatural, de los personajes. Con un riesgo: la trama y la composición queden reducidas a elenco. En competencia ventajosa con el Quijote y las novelas del vecino Arthur Schnitzler, David Copperfield era una de las favoritas de Freud, de Kafka también, y hasta del mismo Dostoievski. Chesterton, que entendió su estentóreo evangelismo popular, no detectó lo que D.H. Lawrence en el novelista estadounidense Fenimore Cooper: el ácido fórmico de la democracia que corroe el espíritu del individuo.
En Balzac, la empresa novelesca adquiere un temperamento profesional menos inocente: la comedia humana adquiere una deliberación afanosa. Curiosamente, en La piel de zapa o en cualquiera de las novelas más conocidas, no digamos Los Chuanes (que tanto inspiró a Zweig), se encuentra la conciencia espesa de portar el ingrediente sublingual de la tradición. Con un fanatismo del todo ajeno a su efusiva sed cafeínica y a su velocidad caligráfica, Balzac sabe y da a entender que pertenece a la fila india de la eternidad literaria. Es difícil encontrar en otro escritor decimonónico tantas claves distintas de lectura sin que se convierta en un plomo o, como ocurre con Peackock, en una curiosidad. Barthes intenta disecar Sarrazine en S/Z y obtiene una constelación tan desorbitada de signos que alcanza para reducir a experimento o a singularidad su propósito.
Finalmente, Dostoievski ajusta más que los otros dos la personalidad al personaje. En este caso, el arrojo llega a extremos dramáticos de difícil equiparación, y el lector queda condenado a admirar genio y patología mientras el universo se desplaza con lentitud conmovedora para adecuarse. La valoración del autor de Crimen y castigo, Dostoievski, observa Steiner en Tolstoi o Dostoievski , procede de una justificación romántica tardía: toda obra debería provenir de una deuda de amor. Y el aserto encuentra hegemonía internacional, no siempre tan afín e inmediata, como una flecha de Cupido.
La misión del escritor en estos tiempos corre el albur de parecer heroica o banal. Por suerte, participa en las dos categorías de manera tan elegante que a menudo resultan indiscernibles. “Con todo lo que está pasando, yo que usted no escribiría”, me advirtió alguien que me vio haciéndolo en un lugar público. Cómo se dio cuenta de que la realidad no era mi asunto es uno de esos refinados misterios que la novela policial ignora.
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