Mañana el sueño se hará realidad. Será la tercera mujer en recoger el Premio Cervantes en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares y todavía no se lo cree, como ella misma dice. Antes que Ana María Matute (Barcelona, 1925), tuvieron el reconocimiento del gran galardón de las letras españolas María Zambrano, en 1988, y la escritora cubana Dulce María Loynaz, en 1992. Ayer, en la Biblioteca Nacional, arrancaron los primeros agasajos a la tercera escritora en la larga lista de un premio con 34 años de vida.
Pero ella aparenta serenidad y no hace más que quitarle hierro a cada uno de los titulares que asoman: "Me gustaría que hubiera más mujeres, pero, vamos, que también me gusta que lo ganen los hombres que se lo merecen". Le restó importancia igualmente al discurso que dará desde lo más alto del Paraninfo alcalaíno, el momento cumbre de la ceremonia, del que no quiso desvelar más que la puntita: "Fundamentalmente daré las gracias como lectora y será más corto que el que hice de entrada a la Real Academia Española de la Lengua". Aquel es recordado como uno de los mayores alegatos que se han podido escuchar en defensa de la fantasía.
De hecho, como si hubiese estado refugiada en uno de sus mundos fantásticos desde que anunciaron su concesión el pasado noviembre, reconocía hace un mes a este periódico, en conversación con la escritora Clara Janés, que no había empezado a escribirlo. "El discurso es un golpe bajo", dijo entonces riendo. "De Cervantes ya está todo dicho", bromeó en aquella charla. Ayer, con la sinceridad y naturalidad que la caracteriza, aseguraba que leer el discurso es de las cosas que más miedo le dan.
"Me obligaron a leer El Quijote' a los 14 años, en la escuela. Me aburrí muchísimo"
Lo cierto es que ella apenas ha hablado de su experiencia como lectora de El Quijote. Sin desgajar la sorpresa, lanzó alguna perla en ese sentido, ayudada por la ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, que le repetía al oído las preguntas de los periodistas. "Cuando leí El Quijote tenía 14 años y me obligaron a leerlo en la escuela. Me aburrí muchísimo. A los 20 años volví a leerlo, ya como escritora, y me encantó. La primera vez que lloré con un libro fue con la muerte de Don Quijote. No por la muerte en sí, sino por la muerte que trae un desencanto, una frustración. La de pensar que tu vida ha sido una pérdida de tiempo", avanzó la autora de Los hijos muertos.
En otro de los actos en la Biblioteca Nacional, Juana Salabert la definió como una escritora "profundamente cervantina", y una de las voces más importantes de la literatura occidental. "Escribió en los márgenes de sus libros lo que golpeó su vida: fundamentalmente, la guerra", contó Salabert, que destacó la clave existencialista de Matute. "La literatura siempre es conflicto y ella ha tocado el desprecio, el desamor, la rabia, la tristeza, la derrota...". A lo que la propia Matute añadió otro manojo de desdichas: la incomunicación, la soledad del hombre actual y, sobre todo, "el odio entre hermanos". "Escribir es protestar. No sólo socialmente", añadió Matute.
Letras para la soledad
Y habló de la escritura como cura contra el dolor por la pérdida de seres amados: "A la gran literatura sólo se entra con dolor y lágrimas". Del miedo de los bombardeos durante la Guerra Civil, de la literatura como purgatorio, como ejercicio de soledad, de que hasta los malos libros tienen algo bueno siempre, de los motivos por los que escribir.
"Los tontos eran ellos, los censores. Hay que ser muy tonto para pensar que un libro es inmoral"
En el único momento en el que inyectó vehemencia en sus palabras fue al hablar de la censura franquista que tanto persiguió sus obras. Como publicó este periódico, el censor que informó sobre la primera novela publicada por Matute, Los Abel, en un expediente firmado el 5 de septiembre de 1948, señalaba que no atacaba al dogma, a la Iglesia o a sus ministros, pero a la moral sí.
A los censores les dolía la literatura de Ana María Matute: "Poemas en prosa muy bien escritos; es lástima que en la mayoría de ellos impere el tremendismo aplicado a los niños. Son verdaderas pesadillas; así como los dibujos, de muy mal gusto por muy modernistas que quieran ser", escribe la censora que leyó en 1956 Los niños tontos. Remató con la justicia que le ha puesto en bandeja la Historia: "Los tontos eran ellos, los censores. Hay que ser muy tonto para pensar que un libro es inmoral. Aquel era un libro cruel y muy tierno. Los censores no se enteraban de nada".
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