Así empieza el último libro de relatos de Etgar Keret, guionista, escritor y cineasta israelí, «Un hombre sin cabeza»: «¿Sorprendido? Pues claro que estaba sorprendido». Mientras que a esa voz lo que la sorprende es la transformación de su novia en un enano peludo y hooligan por las noches, al lector le sorprenderá, ante todo, el lenguaje coloquial y desenfadado de este israelí, cosecha de 1967. Luego, le sorprenderá el sórdido humor negro que destila. Y, por último, le sorprenderá la amarga frescura de sus breves textos.
Etgar Keret se acomoda, durante la rueda de prensa, en un inglés con acento inconfundible y en una revisión literaria de su propia vida: «Siempre hablo de Kafka cuando menciono a mis influencias. Pero mi gran influencia ha sido mi familia». Cuenta Keret, dejando aflorar ya su sorna y amplia sonrisa, que sus padres nunca le leían historias, siempre se fiaban de sus recuerdos. «Como mi padre, al ser deportado de Israel tras la Segunda Guerra Mundial, acabó dedicándose a comprar armas a la Mafia para organizaciones paramilitares», espeta, «y no tenía dónde caerse muerto, acabó viviendo en un burdel, gratis. Todas sus historias iban sobre prostitutas y borrachos», ríe, como adelantando el chiste. «Cuando con cuatro años le pregunté qué era un borracho, me dijo que era alguien con una enfermedad que le hacía ponerse más y más contento cuanto más líquido ingería». Se detiene, y sigue: «Cuando le pregunté qué era una prostituta, me dijo que era alguien a quien se paga para que escuche tus problemas». Y rompe: «Por eso, con seis años, tenía claro que quería ser una prostituta borracha».
Uno de los motivos que le han hecho despertar más polémica en su país de origen es, por un lado, su uso del hebreo en un registro coloquial en sus relatos: «El hebreo», dice, «refleja a la perfección la paradoja israelí. Su renovación empezó hace poco más de un siglo, pero existe desde hace más de dos mil años. Si Abraham o Moisés estuvieran aquí, hoy, entenderían el hebreo que hablamos, pero es que si congelas un idioma durante dos milenios y luego lo metes en el microondas, ocurre que no tienes manera de llamar el coche, el ascensor, o el Facebook. ¡Moisés no tenía Facebook!»
–Su escritura parece haber desterrado el odio, el dolor, el sufrimiento... Sentimientos negativos y delicados que tendemos a ver aparecer en las obras relacionadas con el «pueblo judío».
–No es una escritura traumática, es más bien postraumática. Tampoco es feliz, son historias en las que existe la agresividad, la xenofobia... Sí es cierto que no escribo sobre el conflicto o sobre el holocausto, al menos directamente. No es que lo escriba, es que existe: algunos autores lo sitúan en un primer plano, y yo prefiero dejarlo en el trasfondo.
–O sea que ¿siempre está presente?
–El primer pensamiento de un israelí cuando se despierta no es «¡Oh! ¿Qué habrá ocurrido hoy con el conflicto?» Piensa en su novia, se hace un café, lee los periódicos, se pega una ducha y luego, libre del estrés de la vida cotidiana, ya se para a pensar en el conflicto.
–Sin embargo, llama mucho la atención la manera en que la vida militar impregna la vida corriente en Israel.
–A los 18 años tenemos tres de servicio militar obligatorio. Con 21, has matado a alguien o tienes algún conocido que haya muerto. En uno de los relatos de este libro, Tu hombre, escribo: "Después llamé bien fuerte con los nudillos, como en el ejército". Lo vivimos con normalidad, pero si discutimos en la cola de un McDonalds, los dos sabemos que hemos aprendido a matar.
–Toda esa violencia subyacente es mucho más normal y menos evidente en sus relatos: ¿Por fin se nos muestra que en Israel hay seres humanos, no solo conflictos políticos, religiosos y gente importante lanzándose acusaciones?
–Siento la tentación constante de humanizar. La ideología reduce, no da cuenta de la complejidad de los seres humanos. Cuando viajo por el mundo, se me acerca gente y me dice que es pro israelí, o anti palestina, o pro palestina, o anti israelí. Pero jamás en mi vida he oído a nadie, en el extranjero, que es pro español o anti español.
–¿Esa es la receta para dar cuenta de una realidad compleja?
–Con ambigüedad y ambivalencia, así procuro contar las cosas. No es relativismo, es que la humanidad es compleja y así intento plasmarla. La ideología me da lo mismo, son los mentirosos los que no soporto.
–¿Cómo se vive siendo escritor, israelí, y dando vueltas por el mundo? ¿Le piden explicaciones y opiniones?
–Me retiré de la vida para escribir historias. Si supiera vivir bien mi vida, no escribiría. Por eso si uno se retira a escribir, a crear, ¿qué valor tiene su opinión sobre temas políticos? Pueden ser muy listos, estar muy bien informados, pero no nos corresponde ese papel. Una periodista me ha preguntado, en una entrevista, que cómo se resuelve el conflicto israelí-palestino. Vamos a ver, si tuviera la respuesta, ¿te crees que estaría promocionando mi libro?
–¿La cultura es, así todo, un vehículo de comunicación posible en ese contexto?
–Se trata de abrir un diálogo, de construir un lugar mejor. No procuro promocionar Israel ni convencer a nadie. Mi gran satisfacción es haber sido el primer autor israelí que la Autoridad Palestina ha permitido publicar en árabe. Y algunos se han sorprendido al ver que no somos ese pueblo dogmático y colonialista, sino que compartimos debilidades y preocupaciones. Es mucho más eficaz mi manera de hacerlo que la de escribir sobre la paz.
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