Como todas las mañanas, el 3 de febrero de 1933 el general salió a las siete en punto de su apartamento, sito en el ala este del Bendlerblock. Sus despachos no quedaban lejos, solo un piso más abajo. Allí, al anochecer de ese mismo día, debía sentarse a la mesa con un hombre llamado Adolf Hitler.
¿Cuántas veces lo había visto antes? Al parecer lo había visto ya en el invierno de 1924-1925, en casa del fabricante de pianos Edwin Bechstein, viejo conocido del general. Lo cuenta su hijo Ludwig. Hitler no le había producido impresión alguna. Aquella vez lo describió como un exaltado, si bien como un exaltado hábil. La señora Helene Bechstein fue una gran admiradora de Hitler desde el principio. En la época de Múnich no solo financió sus actividades –se hablaba de créditos y joyas–; también lo introdujo en lo que ella consideraba la buena sociedad. Helene Bechstein organizaba para él grandes cenas a fin de presentarle a amigos influyentes, y hasta le enseñó a coger el cuchillo en la mesa, cuándo y dónde se le besa la mano a una dama y cómo se lleva un frac.
Unos años después, en 1928 o 1929, Hitler se presentó en el apartamento privado del general, en la Hardenbergstrasse, no lejos de la estación Zoo, supuestamente para sondear qué pensaban de él en el Estado Mayor. Franz von Hammerstein, que en esos días tenía siete u ocho años, recuerda cómo su padre recibió al visitante: «Se sentaron a conversar en el balcón. La opinión de mi padre sobre ese hombre: Habla demasiado y muy atropelladamente.Mi padre le dio de lado. Sin embargo,Hitler se esforzó por ganarse su favor y le envió un abono gratuito a una revista nazi».
Por deseo de Hitler, que entonces dirigía el segundo partido más poderoso de Alemania, el 12 de septiembre de 1931 tuvo lugar un tercer encuentro, esta vez en casa de un tal señor Von Eberhardt. Hammerstein le dijo por teléfono a su amigo [y entonces ministro de Defensa] Kurt von Schleicher: «El gran hombre de Múnich quiere hablarnos». Schleicher respondió: «Lo siento; no puedo». La conversación duró cuatro horas. Durante la primera, Hitler habló sin parar hasta que lo interrumpió Hammerstein con una objeción; en las otras tres intercambiaron opiniones y, según el señor Von Eberhardt, Hammerstein, a modo de conclusión, dijo: «Nos gustaría ir más despacio. Por lo demás, opinamos lo mismo». ¿De verdad dijo eso? Si así fue, demostraría la profunda ambivalencia de esa época de crisis, un sentimiento contra el cual ni las mentes más lúcidas estaban inmunizadas.
Masas enormes
Después de esa conversación, Schleicher le preguntó a Von Eberhardt: «–Dígame, ¿qué opinión le merece ese Hitler?» «–Si bien cabe desestimar buena parte de lo que dice, no se lo puede ignorar. Lo respaldan masas enormes.» «–¿Y qué hago yo con ese psicópata?», parece que repuso Schleicher [...].
No tuvo que pasar ni un año para que el «psicópata» dominase Alemania. El 3 de febrero de 1933 se presentó por primera vez ante los jefes del Reichswehr para exponer sus planes y, en lo posible, ganarlos para su causa. Esa noche el anfitrión fue el general barón Kurt von Hammerstein-Equord.
Hammerstein tenía entonces cincuenta y cuatro años, y todo daba la impresión de que había llegado a lo más alto de su carrera. En 1929, siendo aún general de división, lo habían nombrado jefe del Truppenamt, denominación creada para disimular [de 1919 a 1933] la existencia de un Estado Mayor que, oficialmente y en virtud del Tratado de Versalles, el Reichswehr no estaba autorizado a tener. Un año más tarde ascendió a general y jefe del Alto Mando, el empleo más alto del ejército alemán. Fue, en su momento, una decisión muy polémica. Los partidos de derechas se opusieron con vehemencia a ese ascenso; le reprochaban a Hammerstein no tener una mentalidad lo bastante «nacional». En el Ministerio de Defensa lo llamaban el «general rojo», probablemente porque conocía muy bien el Ejército Rojo. A Hammerstein le infundían respeto los estrechos lazos que unían a esa tropa con las masas; el Reichswehr en cambio, en lo que a política se refiere, estaba totalmente apartado de la clase trabajadora. Sin embargo, era un disparate atacar a Hammerstein por izquierdista, como hizo el Völkischer Beobachter; al fin y al cabo, en lo tocante a su actitud y aspecto, era un militar y un noble de la vieja escuela. En una reunión de comandantes celebrada en febrero de 1932, el general se expresó de un modo muy poco ambiguo: «Por ideología todos somos de derechas, pero debemos aclararnos sobre quién tiene la culpa de la ruina que es hoy nuestra política interior. Los culpables son los dirigentes de los partidos de derechas. Ellos son los causantes».
Por tanto, y aunque tuviese una carrera salpicada de éxitos, un año después Hammerstein estaba harto de su cargo. [...]
Una respuesta concisa
Sin embargo, aunque al general Von Hammerstein no se le puede achacar ninguna simpatía por el nacionalsocialismo, su actitud no estuvo libre de ambivalencias y estimaciones incorrectas, y hay pruebas de sus vacilaciones. [...]
Solo el 31 de enero de 1933 se desvanecieron esas ilusiones. Maria Therese recuerda la visita de una amiga suiza de la familia. Inez Wille, periodista y nieta de un general del ejército de la Confederación Helvética, había ido a Berlín a oír cómo juzgaba la situación el jefe del ejército alemán. «Delgada, vestida con un traje gris de corte inglés, sentada en el sillón frente a mi padre, muy seria y casi con dureza, Inez preguntó: “¿Qué ha pasado?” La respuesta de mi padre fue exacta y concisa: “Nos hemos lanzado de cabeza al fascismo”. No tuvo palabras de consuelo para ella.» A un joven camarada del Tercer Regimiento de la Guardia, Hammerstein le dijo: «El noventa y ocho por ciento del pueblo alemán está borracho».
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