Solo. En eterna mirada hacia el océano Índico, el gigante de hierro Ilyushin Il-76 permanece atrapado. Desde hace cuatro años este aeroplano bielorruso —accidentado en el aeropuerto de Mogadiscio durante la guerra civil— se ha convertido en la inerte metáfora de la capital somalí. Ausente el Estado y con la anarquía convertida en bandera política, en todos estos años nadie ha podido mover su armazón de la única pista de aterrizaje de la que disfruta el aeródromo. Nadie tuvo nunca el dinero para hacerlo.
Como el aeroplano bielorruso, Kutubo Aden también fue forjada en acero. «Junto a mi hermano y doce hijos caminé durante 18 días hasta llegar a Mogadiscio desde la región de Bakool. En el camino perdí a tres de mis vástagos», asegura a ABC esta anciana residente en el campo de desplazados internos de Badbaado —el término refugiado se emplea para los que provienen de otro país. Pero ni siquiera aquí han encontrado la seguridad que buscaban, ya que el hambre y la desesperación llevan a los somalíes que viven en la capital a luchar entre ellos por conseguir alimento. En este campamento, al menos diez personas fallecieron y quince resultaron heridas el pasado viernes después de que tropas gubernamentales abrieran fuego contra la población civil, en su intento de frenar un conato de rebelión durante la distribución de comida.
Bishar Abdi Sheikh personifica la miseria de esta hambruna. Durante once días, este anciano de 63 años caminó junto a otras tres familias huyendo de la localidad de Buole —Lower Jubba—. Seis personas murieron en el trayecto. Ni una lágrima se asoma en el rostro de Abdi al recordarlos. Según Naciones Unidas, tras la sequía de este año —ha llovido un 30 por ciento menos que en el periodo 1995-2010—, el este de África se enfrenta a la peor hambruna de los últimos 60 años, con cuatro millones de personas afectadas. Sin embargo, la ayuda política y económica —no las limosnas— continúan sin llegar. «Las agencias no nos ayudan», denuncia a este diario Abdulkarim Moalli, líder del grupo paramilitar «Al Suna», quien combate desde hace meses a las milicias de Al Shabab. Es este un grupo considerado la rama de Al Qaida en el Cuerno de África, y que a finales de la semana pasada anunció su retirada de la capital somalí hacia las provincias del sur. Para Moalli, la medida no es real. «No se han ido, simplemente han cambiado su táctica. Ahora se mezclan con la gente a la espera de lanzar un ataque definitivo en los próximos días», denuncia este líder militar.
Batalla sin fin
No resulta ilusorio. Vilipendiados por el eterno cliché de muerte y miseria, cada uno de los residentes en Mogadiscio es víctima de una batalla sin cuartel entre clanes y milicias por hacerse con el control de la región. Ayer mismo, y a pesar de la anunciada salida de Al-Shabab de la capital, la milicia islamista se enfrentó con las fuerzas gubernamentales y las tropas de la Misión de la Unión Africana en uno de los barrios de la ciudad. Un portavoz de la Unión Africana aseguró que las fuerzas del gobierno controlaban ya el 90 por ciento de la capital. Sin embargo, algunos vecinos afirmaron que en otras zonas los milicianos habían logrado avances. El enviado especial de las Naciones Unidas para Somalia, Augustine Mahiga, advirtió de que Al-Shabab seguía suponiendo una amenaza, a pesar de su supuesta retirada.
Las viviendas de Mogadiscio, agujereadas —moral y materialmente— por las balas de una guerra que se prolonga desde 1991 apenas recuerdan ya la gloria pasada. «De ser una de las ciudades más bellas en la década de los 70, nos hemos convertido en el espanto del mundo» —reconoce uno de sus residentes, Hassan Abdul, miembro de la oficina Presidencial— «Y es ahora cuando sólo nos queda luchar por recuperarla». Mientras, en el aeropuerto de Aden Adden, un nuevo envío de ayuda de humanitaria se asoma a sus puertas. Sin embargo, al final de la pista de aterrizaje, el gigante de hierro Ilyushin Il-76 le da la espalda. Cuatro años después, nada nuevo bajo el sol.
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