Con Kierkegaard surgen de inmediato dos situaciones. El conocimiento algo fragmentario de su obra y las reacciones intempestivas que provoca aun en las gentes más plácidas. Alberto Vanasco en una biografía –excelente– de Hegel, la remata diciendo que, a su lado, la obra de Kierkegaard es sólo un grito solitario dado en una habitación. Lo fragmentario se manifiesta en que fuera de su idioma y país natal se lo edita en forma parcial. Pasaba lo mismo –por fortuna ya no– con el contemporáneo a quien más se asemeja, el alemán Schopenhauer, siempre dispuesto a que un editor avisado espigara de sus libros una analecta de epigramas que opacaron el conocimiento de su obra.
Con Soren Kierkegaard –cuyo nombre traducido al castellano es Severo Cementerio –eldictum latino de nomen omen, “en el nombre está la profecía”– se cumple hasta en la misma Hiperbórea. A este autor se lo ha tratado de sumar al “existencialismo” y a los diversos absurdos y naderías, en especial franceses y en buena parte alemanes que luego de la Segunda Guerra Mundial se instalaron en el “Gran Hotel del Abismo”, al decir de Georg Lukács. Un pesimismo rentado, lujoso y confortable, sazonado con algo de marxismo reducido por los jíbaros.
Los propios teólogos protestantes se lo sacan de encima a los empellones. Si uno de ellos se convierte al catolicismo –como Theodor Hacker– se le ocurre la chanza de escribir un tratadito titulado La joroba de Kierkegaard donde atribuye –en serio– su visión filosófico-teológica a la sinuosidad gibosa que le emergía de entre los omóplatos y que fuera blanco de sus enemigos en su ciudad natal. Que al no poder refutar ni menos entender nada de lo que aquél decía, la emprendieron con el argumento más que ad hominen , ad gibba .
En todo caso, podría intentar compararse esta joroba con las pocas imágenes que nos quedan de su cara, donde vemos a un joven buen mozo de rasgos casi angelicales. Este verso y reverso físico sí puede llevar a imaginar que este autor empleara esta innata duplicidad suya para extremarla en forma poético-filosófica.
Para quien esto escribe, Kierkegaard no es ningún antecedente de los absurdos ni de semejantes monsergas. El, junto con otros contemporáneos –a los que, además de Schopenhauer pueden sumarse los algo anteriores Novalis y Hoffmann y su exacto contemporáneo transatlántico Poe–, son los que realizaron un giro no epistemológico sino teológico.
Los nacidos por entonces en países como Alemania, Nueva Inglaterra y los de la Ultima Tule escandinava lo hicieron en sitios donde –para decirlo con Novalis– el propio protestantismo había dejado de protestar. Es poco sabido que el rey de Prusia, hacia 1800, prohibió el término “protestante” para que una iglesia oficial no fuera más que servidora del Estado. Así, algunos poetas y pensadores con agudeza de visión crítica vieron que la reforma y la protesta habían terminado. Como estaban alejados del mundo vital e intelectual católico, en especial latino, no tenían una praxis para enfrentar tales trances vitales con la forma, modo y retórica acostumbrados. Así inventaron el fragmento filosófico –o la migaja, al decir de Kierkegaard–, el mezclum de novela-tratado-diario, así como la literatura fantástica. Todas ellas son re-teologizaciones en el mundo protestante y ya puritano, mediante giros heurísticos que crearon lo vulgarmente conocido como “géneros”. Más bien recursos.
¿Y qué pasaba paralelamente en el mundo católico, cuando la puesta en marcha de la movilización total del capitalismo? Aquí la respuesta se dio mediante la teología política. En Francia, con Joseph de Maistre y luego más matizadamente con Tocqueville, y en España con Donoso Cortés. Aquí se iba directamente a la contrarrevolución, a la sistematización casi sociológica ante litteram. En los países “reformados”, ya metidos hasta las verijas en dicha movilización total, esta reacción –como también lo fue a los imperativos liberales– se dio de modo necesariamente oblicuo.
Un caso ejemplar aun en sus excesos es el de Kierkegaard. Se diferencia de sus pares alemanes en que no tenía con quién debatir. En esto es también el exacto par de Poe. ¿Con quién podía éste entablar disputa? ¿Con los “trascendentalistas”, pioneros de los misticismos de countries? Imposible. De allí el carácter extravagante, por momentos hasta morboso, de ambos autores, padres del giro teológico y de lo que un discípulo de uno de ellos llamaría “modernidad”. Que es la tensión, mejor dicho el mantenimiento de la tensión trágica dentro del largo tren en marcha del optimismo secular-progresista. Son seres incómodos, llevan esta incomodidad a cuestas y eso los vuelve necesariamente ex céntricos.
Tanto que el danés tuvo que inventarse diversos seudónimos para refutarse a sí mismo. Así, a un libro estético seguía uno ético o uno religioso donde un por demás ostensible alias refutaba el escrito anterior. Para paliar la soledad intelectual en un medio tan árido había que dividirse y hasta multiplicarse. Poe lo hizo con sus relatos de dobles.
Para que Kierkegaard tuviera un par en su tierra natal hubo que esperar casi un siglo. Fue tan larga la espera que debió expresarse en un medio y retóricas totalmente nuevos como el cine. Así filmes declaradamente epigonales de su visión filosófica como los de Carl Dreyer: Dies Irae , Orden y Gertrud.
Una reciente edición muy cuidada de Gredos suma los textos que tradujo en su momento Demetrio Gutiérrez para la proyectada edición de la opera omnia de Kierkegaard que intentara años atrás la desaparecida editorial Guadarrama y que –una vez más– nunca completó. En este volumen tenemos expresiones de las mejores obras de los estadios-estilos de Kierkegaard: el estético, el ético y el religioso. Tenemos “Diapsálmata”, “El erotismo musical”, “Siluetas” y otros que corresponden al primero. Luego, del ético tenemos el más que denso “La validez estética del matrimonio” y, del religioso, el por momentos árido “Temor y temblor”.
Kierkegaard es un autor prolijo y a veces prolijísimo. Se parece a un Coleridge sin láudano y con más movimiento deambulatorio por las ciudades. Toma un tema, una brizna y no la suelta hasta darla vuelta, descoserla y volverla a coser. Como Simone Weil –tal vez su mejor continuadora en el siglo siguiente–, como Bloy, como el último Pasolini, capaces de perseguirnos hasta lo más recóndito de nuestro ser para demostrarnos que estamos equivocados, que hay un “algo” que falta, que se intentó tachar, borrar, desfigurar. Y ellos lo machacan a fuerza de herramientas contundentes.
Con algunas diferencias, todos ellos son lentos, minuciosos, atentos a detalles y a nimiedades, llevando la prolijidad hasta el mismo tedio. Pero de pronto surge la epifanía, se abre el abismo –por lo general hacia lo alto–, estalla el epigrama y hasta la misma iluminación. Ese sería el estilo y el etymon espiritual de todo escritor de teología desplazada y de mística extraclerical.
La teología profesional se quedó, en cuanto surgió la movilización total, en lo meramente legal y sobre todo en lo leguleyo. Esta otra se sumió en lo craso pero fundamental de la existencia, lo que luego se vulgarizó como “existencial”.
Los aforismos de Diapsálmata (“intervalos musicales” en griego), “El erotismo musical”, donde analiza con una minucia febril Don Giovanni de Mozart y el donjuanismo en general, así como algunas de sus “Siluetas” y el tratado sobre la tragedia antigua y la moderna, son de las cosas más contundentes que se han escrito desde que el mundo occidental fuera sumido en “la moral de taller”, para citar a otro autor que puede sumarse a todos ellos: Charles Pèguy.
Y mientras tanto, y aún hoy, ¿qué hace la teología profesional? Si católica, jugar a la batalla naval con Santo Tomás de Aquino, si protestante, o ahora “evangélica”, exprimir su soledad con ayuda de una jerga subheideggeriana y reflotando algún prejuicio antirromano. Ambas se saben tan empantanadas que parecen acercarse, amucharse cada vez más para hacer trabajos sociales. Ante este rebajamiento del cristianismo en moral práctica y en cataplasma social, nada mejor que la lectura de cualquiera de estos autores. Como Kierkegaard en estas ediciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario