Beto, ¿cómo imaginas tu muerte?’, le preguntó al narco de 16 años y 18 muertes a cuestas. Me dice: ‘Quisiera morirme con el cerebro reventado, con una bala expansiva’. Si ustedes vieran lo que hace una bala expansiva en el cerebro, entenderían la gravedad de lo que me está diciendo. ‘O, pensándolo mejor, que me entregaran hecho pedacitos para ahorrarle a mi jefa (mamá) el dolor de velarme, porque en este jale(trabajo), ya no alcanza con morirse’”. Cuenta la anécdota Rossana Reguillo, en una de estas tardes de ceniza en Buenos Aires. El lugar es un aula del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad de San Martín, donde la presentó el antropólogo Alejandro Grimson; el título: “Cuando morir no es suficiente”, una aproximación de las ciencias sociales y el sentido común al inimaginable fenómeno de las muertes masivas y, mucho más que sangrientas, a manos de los carteles del narcotráfico. Etapa superior del crimen.
“Hablo desde un pesimismo realista, una preocupación muy grande por lo que está aconteciendo en México”, suspira Reguillo, quien desde el territorio, la universidad, la interacción política y las redes sociales relata lo que ocurre en el reino del horror.
La antropóloga explicó que su abordaje científico del caso comienza cuando se percata de la vinculación de los mundos juveniles con las diferentes caras de la violencia narca . En los últimos años el crecimiento del mundo narco ha sido vertiginoso y del mismo modo creció su poder de fuego y de amedrentamiento. Un poder sin límites y que, parafraseando al sicario del comienzo, a ellos, con matar no les alcanza. Hay que mutilar, decapitar, desmembrar, cortar, volver el cuerpo a la nada para, también, lograr un efectismo multiplicado por los medios de comunicación y así mandar constantes mensajes al estado, a las fuerzas de seguridad, a los subalternos y a los competidores.
Diversas zonas de México han quedado militarizadas y, sin embargo, la violencia no se calma sino que continúa su marcha fúnebre. El 16 de diciembre de 2009 ocurrió un hecho policial que Reguillo subraya en particular. La marina mexicana organiza un operativo en Cuernavaca (detalle: en esta ciudad no hay mar...). Los marinos atrapan y abaten a Arturo Beltrán Leyva, capo del Cartel de Sinaloa. A continuación lo exhibieron semidesnudo, con dólares y pesos en el cuerpo, medallas, todo bañado en sangre. “Es un alarde retórico que no los hace en absoluto diferentes al lenguaje de los narcos; primer problema porque esto hace colapsar nuestros sistemas interpretativos. Si el gobierno acude al mismo lenguaje violento del narcotráfico algo no está funcionando bien en nuestros modos de comunicación”. Es decir, el gobierno, las fuerzas de seguridad también mandan mensajes del mismo tono que los del narco.
Para ordenar su trabajo, Reguillo establece categorías que le van a servir de coordenadas para abarcar esta violencia que no admite traducción. Primero va a hablar de “violencia difusa”. Se trata de “una violencia que no se sabe de dónde viene pero que yo no puedo vivir sin nombrarla y sin buscar un espacio donde fijar su sentido. Así, se producen dos fenómenos paralelos: el primero, la antropoformización de la violencia, es decir, el dotarla de cuerpo y de rostro reconocible. Y, el segundo, la espacialización de las violencias, encontrar territorios que aunque sean fantasmagóricos pueden ser reconocidos por la gente como el barrio tal donde pasan estas cosas”.
Y de a poco llegamos al escenario mundial de la violencia en su máximo estado de barbarie: Ciudad Juárez. “Es el primer laboratorio del neoliberalismo del mundo”. Con sus altísimos números de víctimas, donde la mujer es un blanco fácil que ha obligado a muchas a cambiar su forma de vestir y el color de pelo buscando el opuesto de aquella que suele ser asesinada, como mínimo. En este rincón miserable, la violencia ya no es difusa. Es estructural, va a decir Reguillo: “Se diferencia de la otra en la medida en que es una violencia que es legítimo ejercer sobre ciertos actores y categorías sociales que históricamente ya han venido padeciendo exclusión, desigualdad, expulsión de condiciones sociales que es el caso de estos chiquitos que son criminalizados y que detonan una indignación de dos, tres días, pero que al final de cuentas son chavos pobres, pibes morochos, pibes sacrificables y que ‘algo habrán hecho’”.
Y finalmente, nos encontramos con la “violencia histórica”: “De alguna manera se mezcla y dialoga, le disputa espacio a las otras dos formas de violencia pero que se caracteriza porque se ejerce y la padecen los grupos que históricamente han sido considerados diferentes. Son los desiguales, diferentes, indígenas, afros, centroamericanos, hay todo un componente, una matriz histórica que justifica que mientras estos cuerpos reventados pertenezcan a esos hombres diferentes en lógica eurocéntrica no pasa nada. La muerte de una estudiante de una universidad privada provoca una forma expresiva, comunicativa, retórica, estética, cuyo efecto es justamente paralizar a la opinión pública.” Y por último las “violencias disciplinantes” que tienen como fin mandar un mensaje al otro para someterlo, sin ninguna necesidad de confrontación directa.
No hay final a la vista. Reguillo concluye con dolor: “Cuando el Estado ha reculado y se ha retirado de vastos territorios de la vida social, no es para nada sorprendente que el narco aparezca ahí tocándolo, rozándolo, convirtiéndolo todo a su lenguaje a su lógica y, de no cambiar esta política y esta ceguera y esta miopía institucional, esto, lejos de mejorar, va a empeorar.”
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