No me cuento entre los incondicionales de Chesterton aunque sería muy injusto si acoso no le reconociera su extraordinaria perspicacia y sus brillantes cualidades como ensayista, que no siempre consiguen respetar sus traductores. El único defecto que quizá se le podría señalar a Chesterton es que, por momentos, resulta demasiado inglés; y, como todo lo británico, sobrevalorado por los anglomaníacos. La anglomanía es una fascinación europea –según observa Ian Buruma en su delicioso libro sobre el asunto: Anglomanía: Una fascinación europea . Traducción de Javier Calzada. Anagrama, 2002– y la despierta el característico estilo que los propios ingleses difundieron por todo el mundo desde los tiempos de su predominio mundial tras la derrota de Napoleón.
Lo curioso es que los anglomaníacos por antonomasia a menudo son los propios ingleses, lo que explica que de esa anglomanía autorreferente hemos abrevado nosotros y muy en particular algunos intelectuales de enorme influencia, en nuestro medio, como Jorge Luis Borges quien, por cierto, era un conspicuo admirador de Chesterton.
Creo que nunca me he contado entre los miembros del “Club Chesterton” justamente porque Borges agotó toda posible admiración por él, de tal modo que cualquier elogio que se le pueda dedicar me suena como una redundancia borgeana. Y ya está bien: el mundo de las letras está lleno de redundancias borgeanas.
En cualquier caso, hoy he leído dos pasajes memorables de Chesterton. El primero es una inesperada defensa del amor romántico en nombre de cierta ecuanimidad espiritual. Cito: “... quienes no saben hacer otra cosa que apartarse del romanticismo están siendo visiblemente castigados por apartarse de la razón. Cualquier novela realista sirve para demostrar que, cuando se vacía por completo de romanticismo, el realismo se vuelve totalmente irreal. Pues el romanticismo no es más que el nombre dado a un amor por la vida que era mucho más grande que una vida de amor, en el sentido byroniano o sentimental. Y todo aquello que lo deja de lado se corrompe al instante y lo recubren los gusanos de la muerte ( Correr tras el propio sombrero , 574) Acierta Chesterton. Racionalidad y romanticismo no son incompatibles –como sabe cualquiera que haya leído los textos de los románticos de Jena; y absurdo es establecer una disyunción excluyente entre la razón y las pasiones. Al fin y al cabo, lo que llamamos razón es una pasión determinada (o un delirio organizado) y, por otro lado, la pasión es una incomparable vía de experiencia y conocimiento de las cosas del mundo mientras que la racionalidad entendida como continencia o mesura o como fredezza borghese es una impostura que nunca ha conseguido despejar su esencia apasionada originaria, como se deja ver en las novelas de Stendhal o Flaubert.
La segunda observación de Chesterton se refiere a la idea de la vulgaridad. Tras comprobar que resulta muy difícil definir en qué consiste la vulgaridad, Chesterton sugiere dos cualidades que la identifican: por una parte, la facilidad que tiene el individuo vulgar para expresarse, de tal modo que parece como si las palabras “manaran de él como un sudor”; y, por otra parte, la familiaridad que manifiesta en el trato con sus semejantes, que se traduce “en afrontar las cosas con confianza y desprecio, sin tener la sensación de que todo lo que nos encontramos a nuestro paso son cosas sagradas” (Ibid., 582).
En efecto, demasiada locuacidad, como la de ciertos presentadores de la televisión, es indicio evidente de una naturaleza vulgar, lo mismo que la llamada “facilidad de escritura” o la capacidad para escribir o dibujar o de componer tonadillas, como hacen los cantantes pop.
Por lo mismo, es evidente que si un individuo es demasiado afín a todo lo que le sale al paso, su afinidad natural lo llevará moverse con soltura en sociedad y a sentirse como pez en el agua en cualquier situación pero también a no reconocer la circunstancia excepcional y a permanecer ciego y sordo ante todo lo maravilloso y lo singular. La capacidad para distinguir lo maravilloso y lo sagrado de lo común y lo profano sólo le está permitida a los espíritus refinados. Pero las observaciones de Chesterton pueden servir además como advertencias morales y son muy claras.
Al individuo contenido y estricto aconseja: no tengas miedo de caer en los abismos del amor romántico que no perderás la razón (o piérdela sin inútiles contemplaciones, que la encontrarás de nuevo, revitalizada y vigorosa, en esa misma experiencia enamorada). Y al hombre que mantiene sus pies firmemente implantados en la tierra le recuerda que, aunque sea incapaz de creer en Dios, en las hadas o los demonios hay cosas que han de tenerse por sagradas –porque lo son– y lo inteligente es saber identificarlas, para lo cual no hay más remedio que guardar el debido respeto por lo que hay y por los demás.
También en esto Chesterton es irredimiblemente inglés y la suya es la típica sensibilidad británica, hecha de la tensión entre la lujuria y la melancolía, entre el decoro del gentlemany la grosería del hooligan , la misma tensión que podemos reconocer en los excesos de los escritores visionarios de comienzos del XIX cuando se atreven a asomarse a sus abismos interiores, como Wordsworth y Thomas de Quincey, o en los neoplatónicos de Cambridge que inventaron la estética –y el arte tal como lo conocemos hoy– a partir de un nuevo tipo de contemplación interesada que, naturalmente, requiere de una especial capacidad para atender a todo lo que es sagrado.
Curiosamente, esa es la sensibilidad que se requiere para haber descubierto la esencia del fútbol en una competición vulgar y bastante bárbara –el calcio – que entablan entre los distintos quartiere de Florencia. Un descubrimiento –o mejor dicho, un hallazgo– que tiene sin duda algo de maravilloso.
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