UN PENSADOR. Eco indagó la relación entre cultura popular y medios de comunicación.
Tal vez la primera señal haya sido nacer en un pueblo con un nombre tan bibliófilo como Alessandria, que quiere decir “Alejandría” en italiano. Quizás el presagio de un universo lleno de letras, como era la gran Biblioteca egipcia no haya sido una coincidencia en la vida de Umberto Eco, el filósofo, novelista y semiólogo que mañana cumplirá 80 años.
“Vivimos para los libros”, dice su primera y consagratoria novela, El nombre de la rosa, de 1980. Y aunque sus primeros pasos como autor los dio con una historieta artesanal inédita, antes de sumergirse en la ficción vino la ciencia. Eco estudió Filosofía y Letras en Turín e investigó a Santo Tomás de Aquino, que tal vez significó el nacimiento de una de sus pasiones, la Edad Media.
Como semiólogo publicó numerosos libros, como el clásico Apocalípticos e integrados, de 1964, en el que indagó sobre la relación entre la cultura popular y los medios de comunicación, o su Tratado de semiótica general, de 1975. En ese tratado, explica el especialista Eliseo Verón –gestor de la primera visita de Eco al país, en 1970– “sistematizó el conocimiento que había del campo gracias a su trabajo tan ordenado; esa fue su gran contribución”.
Oscar Steimberg, colega de Verón y de Eco, también subraya la importancia que el italiano tuvo para “organizar y dar a conocer el campo de estudio de la semiología en su conjunto”. Steimberg entiende que Eco “cumplió la función de producir teoría pero también de difundirla, y esa generosidad no siempre se da. Nunca eludió la polémica ni dio un tema por terminado, y su trabajo permitió a muchos iniciarse en la investigación”.
Por fuera de la Academia, el autor también abre el juego a la discusión: la última vez fue en noviembre, cuando anticipó la dimisión del entonces premier italiano, Silvio Berlusconi. “Cuando se vaya, los problemas no van a desaparecer, pero al menos el país será más respetado en el extranjero”, dijo el autor.
Su literatura cobró protagonismo con El nombre de la rosa, donde hay un detalle que resuena en la Argentina. En la abadía donde transcurre la novela en 1327 hay un bibliotecario ciego llamado Jorge de Burgos. “Hay una suerte de homenaje a Borges, pero no porque haya llamado Burgos al bibliotecario. Al igual que los pintores del Renacimiento, que colocaban su retrato o el de sus amigos, yo puse el nombre de Borges, como el de tantos otros amigos”, le dijo Eco a Clarín en 1992. “La idea divirtió a Borges”, cuenta María Kodama, viuda del autor de Ficciones . “Le leí algunos capítulos y me dijo que en italiano debía ser un texto espléndido porque la traducción había sido muy buena”, recuerda, y define a Borges y a Eco como “hombres del Renacimiento, con un gran conocimiento y una curiosidad infatigable”.
La trama de El nombre..., que se tradujo a 47 idiomas y vendió más de 15 millones de ejemplares, mezcla lo policial con su interés por la filosófía medieval. Ese cruce de pesquisa y persecución se repite en El cementerio de Praga, de 2010, y es sin duda otro de los grandes intereses de Eco, quien estudió el método deductivo que Arthur Conan Doyle le inventó a su célebre Sherlock Holmes, y que es un reconocido fanático de James Bond.
Aunque las ventas de su primera novela fueron inalcanzables, las de El péndulo de Foucault –su segunda ficción, de 1988, definida por él como “ El Código Da Vinc i de un hombre pensante”– también impactó: “En Argentina se vendieron 5 mil ejemplares en cuatro días… pero los editores no vimos un peso, se comió todo la hiperinflación”, recuerda Daniel Divinsky, de Ediciones De la Flor. Él fue, en sociedad con Lumen, quien trajo al país por primera vez un texto de Eco en los años setenta: fue Los 3 astronautas. “Su obra combina una dosis abundantísima de información en manos de un científico de la literatura, con una escritura muy atractiva”, explica Divinsky.
“Soy de los que piensan que a menudo el libro es más inteligente que su autor y que el lector puede hallar referencias que el escritor no había pensado”, dijo Eco alguna vez. Lo descubrió rodeado de libros, los que escribió y los que leyó durante ochenta años, desde que todo empezó en Alessandria.
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