La verdad es que de chico lo que más me gustaba de las esculturas era su estado de deterioro. En roturas, pátinas y verdines estribaba para mí su valor estético. No voy a decir que de chico tenía un aguzado sentido artístico, ni ahora tampoco, pero en la medida en que mi sentido artístico fue apenas un poco más fundamentado, si no agudo, seguí sin entender la estética de la escultura.
Es mucho decir a esta altura de la vida, lo sé, pero anótese en mi favor que no es de ahora sino de ha unos cuantos años que me abrí a la comprensión. Posiblemente todo empezó en un griego, un egipcio, acaso un sumerio, que pensó: ¿Queréis que las formas perduren en el tiempo? Talladlas en piedra. Me imagino la primera impresión del primer hombre que talló la primera forma, que era la del ser humano, y también la de los dioses. El efecto estético de esas figuras, humanas o no, con su propia dinámica, su propia consistencia, ocupando el espacio, fue indistinguible de su efecto religioso.
El resultado de esa alianza entre el espacio, la idea y la materia puede verse ahora mismo en el trabajo de Ananké Asseff en la Torre YPF, comentado en Ñ la semana pasada; especialmente ese tigre amenazante y el humano ambos de poliuretano en el lobby de un edificio moderno, contra ventanales que abren a un cielo tan bello como inerme. Raras y vivas presencias para un sitio de paso, indiferente pero cotidiano. Materiales manufacturados con fines distintos: arte y arquitectura corporativa.
Los troyanos creían que su estatua de Palas Atenea había caído del cielo, y la veneraban en el Paladio (Paladium para los latinos). Palas andaba en tanto entre los griegos, y en la asamblea de los caudillos tocaba el hombro de Aquiles y le dejaba ver sus ojos, que nadie más veía, para que guardara la espada, que iba a alzar contra Agamenón. Esta escena no podía ser objeto de la escultura, sino de la poesía. Y es narrada en la Ilíada.
Distintos lenguajes para producir el mismo efecto: el de lo sagrado numinoso entre los seres humanos.
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