Revista ñ
Hace algunas semanas, el primer ministro inglés David Cameron anunció el fin de la sociedad multicultural, sumándose a las declaraciones que Angela Merkel, su par alemana, había hecho en octubre del año pasado. La inmigración ha comenzado a poner en crisis el discurso oficial de Europa: dejando atrás la época en que se celebraba el pluralismo cultural como uno de los pilares de la sociedad democrática, reaparecen en escena las tensiones propias de un mundo en el que las culturas se cruzan y las identidades entran en crisis.
¿Cómo pensar los problemas de la integración social y la tolerancia en una época caracterizada por la gran movilidad de las poblaciones y por la intensa comunicación intercultural? Alejandro Grimson, antropólogo especializado en problemáticas migratorias y análisis cultural, afirma: “Contrariamente a la segregación de las culturas que propone el multiculturalismo, hace falta proponer escenarios de dialogo”. Doctor en Antropología, Grimson conversó con Ñ sobre su último libro Los límites de la cultura. Crítica de las teorías de la identidad (Siglo XXI). Su trabajo, que saldrá en el mes de marzo, recupera el objetivo a veces tan postergado de producir teoría, contribuyendo a enriquecer el armazón conceptual de la antropología y debatiendo con diversas posturas epistemológicas.
¿Cuál es la importancia de un libro sobre la identidad y la cultura en la actualidad? Por un lado, aunque la dimensión cultural todavía está muy solapada en algunos estudios políticos, sociológicos, económicos, se reconoce cada vez más que la cultura cumple un papel decisivo: a nivel político, en los significados del dinero, en las concepciones del cuerpo que tienen ciertas instituciones como la médica, o el ejército, etcétera. Es decir, crecientemente se ha reconocido que, en el debate sobre cuál es el peso de lo económico, lo político, lo social, la discusión misma pertenece al universo cultural de la modernidad, porque presupone la diferenciación de esas esferas. El libro sostiene que no existen las esferas en términos objetivos, sino que son construcciones humanas. En la realidad no hay una economía por separado del sentido o de los procesos simbólicos. Es más obvio aún en la política: la política sin sentimientos no existe. También es importante tener en cuenta que cuando un dirigente social, empresario o político va a tomar decisiones, sabe que tiene restricciones presupuestarias, económicas y políticas. Pero no siempre sabe que tiene restricciones culturales: las limitaciones de sus propias formas de imaginación, que están sobredeterminadas por el proceso histórico.
Usted polemiza con cierta forma extrema del constructivismo, que dominó las ciencias sociales en las últimas décadas del siglo XX. ¿Cuáles cree que han sido sus principales problemas? La banalización de la idea de construcción puede a veces llevarnos a una descontextualización de las acciones, de los actores, de los agentes y de los movimientos sociales y políticos, bajo la idea de que “todo es inventado”. Eso es cierto, pero no nos dice nada sobre las lógicas prácticas de los actores, de los intereses, de las incomprensiones, de los mundos imaginativos, de los sentimientos. Necesitamos saber por qué ciertas invenciones tienen éxito y otras fracasan, por qué hay Estados que son poderosos y otros que son débiles, por qué hay naciones que existen aunque no haya Estados, etc. Tenemos que hacer otras preguntas. Precisamente, el libro se propone recuperar una serie de autores que apuntan a cambiar el programa de investigación de los últimos veinte años.
Uno de los conceptos que propone es el de configuración cultural. ¿Cuál es el aporte específico de esta noción? En una época se creyó que en el mundo había distintas culturas que habitaban distintas islas. En un segundo momento, más reciente, se creyó que todas esas fronteras culturales eran invenciones de los antropólogos, de la geopolítica o de los Estados. Entonces se planteó que había que desechar el concepto de cultura porque tendía a naturalizar y cosificar. Propongo que hay que preguntarse de qué modo las acciones humanas establecen límites y marcos de significación dentro de los cuales se plantean las disputas de cierta manera y no de otra. En ese contexto, un muerto, un billete, un genocidio o la renuncia de un Presidente tienen un sentido y no otro para los actores sociales. Así, si el concepto de cultura tiene una carga semántica tan poderosa, la idea de configuración cultural propone desplazarnos para enfatizar el hecho de que hay un límite, tanto para la homogeneidad cultural como para la heterogeneidad. Hacia adentro de ese límite, no encontramos uniformidad, que es lo que se presuponía en el concepto más clásico de cultura, sino que reconocemos una heterogeneidad organizada, instituida imaginariamente en un momento determinado. Al mismo tiempo, es un intento de ir un poco más al fondo del debate; hay que tener en cuenta las modas académicas que hablaron del “fin de la ideología”, “fin de la historia”, etc. Esas fórmulas plantean la discusión acerca del peso de la “cultura”, de la “historia” o de la “ideología” en términos dicotómicos y superficiales. En cambio, la propuesta es interrogarse acerca de qué estamos hablando: de fronteras, de sentidos, de circulación, de interculturalidad. El multiculturalismo, en este sentido, sería una forma determinada de organización de la heterogeneidad, una política que tiende a separar las heterogeneidades y a congelarlas como una diversidad no histórica.
¿Qué diferencia hay entre la interculturalidad y el multiculturalismo? Por un lado, existe una visión civilizatoria que sostiene que el saber moderno es el único válido para la educación, la salud, para el progreso económico. Frente a esa visión, el multiculturalismo postula un relativismo extremo, en el cual cada uno debe gobernarse en función de sus propios saberes. En cambio, la interculturalidad plantea que ninguna cultura in toto es superior a otra cultura, lo que no significa que no haya aspectos de una cultura que puedan ser valiosos para el intercambio cultural. No tiene que haber segregación, como propone el modelo multicultural, sino un diálogo en el que pueda haber un crecimiento y una incorporación de elementos propios de la cultura del otro. Frente a las políticas multiculturales, muy articuladas con el neoliberalismo del gueto y de la separación, la interculturalidad propone escenarios de diálogo que son escenarios de conflicto pero también de aprendizaje y de incorporación de saberes. Por otra parte, numerosos trabajos demuestran que la incorporación de nuevas prácticas, creencias o valores en una configuración cultural no implica la destrucción o transformación completa de dicha configuración.
¿Cómo se juega la cuestión de la interculturalidad en una ciudad como Buenos Aires, de fuerte tradición inmigratoria? Buenos Aires es una ciudad históricamente cosmopolita. Mucho más descontrolada que ahora estaba a principios del siglo XX, cuando el 80% de los trabajadores eran extranjeros. La ciudad de Buenos Aires es un espacio de interculturalidad clásica con la matriz exacerbada del europeísmo de nuestro país y una interculturalidad muy jerarquizada, con un profundo racismo social no reconocido, muy anclado en la vida cotidiana y desconocido por la sociedad porteña.
En el libro se refiere varias veces al macondismo, esa visión que exotiza el continente latinoamericano, su folclore y su diversidad cultural. ¿Existe una identidad latinoamericana? ¿Cuál es el papel del macondismo a la hora de pensar la diversidad cultural en América Latina? La idea de que América Latina es un espacio mágico fue una forma de presentación y de exotización frente al otro. El macondismo fue una de las distintas intervenciones culturales sobre lo que es América Latina, como lo fueron también las intervenciones modernistas o las indigenistas. El libro intenta desarmar el macondismo y mostrar que no somos una fábrica de palmeras sino una complejísima heterogeneidad, y que cualquier intervención que postule una homogeneidad está destinada a ser desestabilizada por la heterogeneidad realmente existente. De lo que estoy seguro es de que esa heterogeneidad es cualitativamente mayor a todos los imaginarios que existen sobre América Latina, que intentan hablar de “la cultura latinoamericana” en singular, cuando en realidad lo que hay son configuraciones distintas, procesos compartidos y al mismo tiempo modos muy locales y nacionales de resolver esas cuestiones que pueden atravesar al continente: las formas de elaborar y resolver las dictaduras, la democracia y las transiciones han sido totalmente divergentes en el continente, así como la forma de resolver las cuestiones de la indigenidad, el mestizaje, el europeísmo o el africanismo. En ese sentido, América Latina es mucho más una identificación político-cultural que la descripción de una supuesta cultura única que no existe como tal.
A lo largo del libro se insiste en que la acción del Estado tiene efectos reales sobre la cultura. ¿Qué sucede allí donde el Estado parece no llegar, como por ejemplo, las zonas fronterizas? En las teorías más tradicionales, la nación se construye del centro a la periferia y de arriba abajo. En algunas zonas de Misiones o de la enorme frontera con Chile hay una presencia menor del Estado, lo que significa que hay una experiencia histórica menor con el Estado. Pero hay otra pregunta que es si llegan la moneda, las radios, si hay una experiencia compartida o no. La nación puede adquirir un sentido específicamente local, y los grupos locales pueden utilizar la nación para demarcaciones o para confrontaciones vecinales o regionales incluso si el poder nacional no llega allí. Si en los estudios clásicos se decía que la construcción de la nacionalidad era top-down (de arriba abajo), hay estudios contemporáneos que demuestran que uno debe interrogarse acerca de la actividad local en la construcción de fronteras, que ésta no es sólo una imposición de poderes ajenos. De hecho, los procesos de nacionalización y estatalización son más exitosos cuando logran construir hegemonía en el sentido gramsciano, logrando articular lógicas nacionales con procesos locales.
Además de las geográficas, hay otras fronteras, más bien culturales e identitarias. En esta época de “informatización”, ¿cómo operan estas fronteras? Evidentemente todo el proceso de comunicación virtual plantea escenarios en los cuales se pueden construir formas de pertenencia transnacionales, donde está dinamizado algo que ya existía, que son las identidades estéticas, como fueron en su momento el rock o el punk. Al tener una capacidad tecnológica superior, todas las posibilidades de producir identificaciones de tipo estético-culturales son mucho mayores. Por otro lado, también las formas del internacionalismo político están facilitadas por la comunicación virtual. Sin embargo, no hay identificaciones políticas que puedan producir movilizaciones generales si no están vinculadas a cuestiones de derechos o de intereses transformables de una manera concreta, y eso todavía se plantea en los escenarios del Estado-nación. El espacio nacional es mucho más relevante de lo que la literatura de moda tiende a sostener, porque sigue siendo el único espacio jurídico que puede otorgar derechos sustantivos y permanentes a las personas.
Durante los últimos veinte años ha habido grandes avances en América Latina y en la Argentina en la incorporación de sectores tradicionalmente excluidos desde el punto de vista cultural. ¿Cuáles el valor de esos avances en términos de reconocimiento? Si prestamos atención al proceso largo, hay unos avances descomunales. En el plano de género, las mujeres empezaron el siglo XX argentino sin derecho a votar ni a estudiar medicina y actualmente tenemos una ley de matrimonio igualitario que no parece generar mayores discusiones. También con el tema indígena se ha avanzado mucho, pero quedan cuestiones estructurales. Creo que la prueba de que el reconocimiento sigue teniendo una agenda limitada es que el asesinato de un indígena en Formosa no vale lo mismo para la prensa, para muchos movimientos o muchos partidos que la muerte de un dirigente político en la Capital. La sociedad argentina es sensible a las muertes políticas, pero al mismo tiempo tenemos que preguntarnos por qué cuando matan al dirigente wichí no hay una crisis. En ese sentido seguimos siendo poscoloniales: estamos atravesados por la colonialidad y las vidas de las personas no valen lo mismo.
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